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«No todas las armas tienen que ser disparadas», se repitió a sí misma mientras se<br />

duchaba. «Una pistola no es más que una herramienta. Y yo no vivo en un mundo de<br />

ficción. Éste es un mundo real, lleno de descosidos, inconsistencias y anticlímax.»<br />

Después de aquello, transcurrieron dos semanas como si nada. Aomame iba al<br />

gimnasio igual que siempre e impartía clases de artes marciales y estiramientos. No<br />

podía cambiar su patrón de vida. Cumplía lo más estrictamente posible lo que le<br />

había dicho la señora. Al volver a casa y terminar de cenar sola, cerraba las cortinas y<br />

entrenaba con la HK 4 sentada a la mesa de la cocina. El peso del arma, su dureza, el<br />

olor a aceite lubricante, su violencia y quietud se fueron convirtiendo<br />

progresivamente en una parte más de su cuerpo.<br />

Alguna vez también practicó vendándose los ojos con un pañuelo. Aunque no<br />

veía nada, logró meter el cargador a toda prisa, quitar el seguro y tirar de la<br />

corredera hacia atrás. El sonido sencillo y rítmico de cada uno de los movimientos le<br />

sonaba agradable al oído. La diferencia entre el ruido real que producía el arma en su<br />

mano y aquello que su sentido auditivo reconocía fue desvaneciéndose poco a poco.<br />

Los límites entre su ser y los movimientos que realizaba fueron disipándose hasta<br />

desaparecer por completo al cabo de poco tiempo.<br />

Una vez al día se colocaba frente al espejo del baño y se introducía el cañón de la<br />

pistola cargada en la boca. Mientras sentía la dureza metálica en la punta de los<br />

dientes, sus dedos pensaban en apretar el gatillo. Con ese simple gesto, pondría fin a<br />

su vida. «Al instante desapareceré de la faz de la Tierra», se decía a sí misma frente al<br />

espejo. Pero había algunos puntos a los que tenía que prestar atención: hacer que las<br />

manos no le temblaran. Aguantar el retroceso. No tener miedo. Sobre todo no dudar.<br />

«Si estás dispuesta, también puedes hacerlo ahora», pensó Aomame. Bastaba con<br />

tirar del dedo un escaso centímetro hacia dentro. Era sencillo. Estuvo a punto de<br />

hacerlo, pero se echó atrás, se sacó la pistola de la boca, bajó el martillo percutor, le<br />

puso el seguro y la dejó sobre el lavabo. Entre el tubo de pasta de dientes y el cepillo<br />

para el pelo. «No, es demasiado pronto. Antes debo hacer algo.»<br />

Tal y como Tamaru le había dicho, siempre llevaba el busca consigo. A la hora de<br />

dormir, lo dejaba al lado del despertador. Se preparó para poder actuar de inmediato<br />

cuando sonara. Sin embargo, el busca no sonaba. Pasó una semana más.<br />

La pistola en la caja de zapatos, las siete balas en el bolsillo del chubasquero, el<br />

busca siempre guardando silencio, el picahielos especial y la punta mortalmente<br />

afilada, sus enseres embutidos en una bolsa de viaje. La nueva cara y la nueva vida<br />

que estaban aguardándola. Un fajo de billetes en una consigna automática de la<br />

estación de Shinjuku. Aomame se pasaba los días del verano en medio de la<br />

atmósfera creada por todas esas cosas. La gente estaba de vacaciones, muchos locales<br />

habían cerrado las persianas y por las calles no había ni un alma. El número de

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