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gente los odiaba y no los soportaba por su doctrina radical y excéntrica, y por la<br />

obstinación de su fe. También habían causado algunos problemas sociales y, como<br />

consecuencia, casi habían sido perseguidos. Proteger a su comunidad de ese mundo<br />

externo inhóspito probablemente se había convertido en uno de sus hábitos.<br />

En todo caso, el camino de la búsqueda de Aomame se bloqueaba en aquel<br />

punto. Así de pronto, a Tengo no se le ocurría ninguna otra manera de averiguar su<br />

paradero. Aomame era un apellido bastante singular. Una vez oído, no se olvidaba.<br />

Pero al seguir los pasos de alguien con ese apellido, uno topaba, en menos de lo que<br />

canta un gallo, con un sólido muro.<br />

Quizá fuera más sencillo preguntarle directamente a un devoto de la Asociación<br />

de los Testigos. Preguntando en la sede seguro que sospecharían y no le darían<br />

información, pero tenía la sensación de que si le preguntaba en persona a un devoto,<br />

éste le ayudaría. Sin embargo, Tengo no conocía a ningún fiel de la Asociación de los<br />

Testigos. Y, bien pensado, en los últimos diez años no había recibido la visita de<br />

ninguno de ellos. ¿Por qué no venían cuando uno quería y sí lo hacían cuando uno<br />

no quería que viniesen?<br />

Otra opción era publicar un anuncio por palabras en el periódico. Un texto como<br />

«Aomame, ponte en contacto conmigo de inmediato. Kawana» sería ridículo.<br />

Además, aun suponiendo que lo viera, Tengo no creía que Aomame fuera a tomarse<br />

la molestia de llamar. Sólo conseguiría alarmarla. Kawana tampoco era un apellido<br />

demasiado frecuente, pero Tengo no creía que Aomame se acordara de él todavía.<br />

«Kawana..., ¿quién será?», se preguntaría, y no llamaría. Además, ¿qué clase de gente<br />

lee los anuncios por palabras de los periódicos?<br />

Otro recurso era solicitar una investigación a una gran agencia de detectives<br />

privados. Ellos estarían acostumbrados a buscar a gente. Para ello, disponen de<br />

diversos medios y conexiones. Con los pocos indicios que tenía, quizá podrían<br />

encontrarla enseguida. A lo mejor no le pedían demasiado dinero a cambio. «Pero<br />

quizá sea mejor dejarlo como último recurso», pensó Tengo. «Primero intentaré<br />

encontrarla por mis propios medios. Creo que será mejor si me devano los sesos un<br />

poco más para ver qué puedo hacer.»<br />

Cuando volvió a casa, ya había empezado a oscurecer y Fukaeri estaba sentada<br />

en el suelo escuchando un disco a solas. Era un viejo disco de jazz que había dejado<br />

su novia. Las fundas de los discos de Duke Ellington, Benny Goodman y Billie<br />

Holiday estaban esparcidas por el suelo de la habitación. En ese momento, el<br />

tocadiscos reproducía Chantez-les Bas, cantada por Louis Armstrong. Era una canción<br />

impresionante. Al escucharla, Tengo se acordó de su novia. Entre polvo y polvo,<br />

ambos escuchaban aquel disco a menudo. En la parte final de aquella canción, el<br />

trombón de Trummy Young se encendía y se olvidaba de terminar el solo como<br />

habían acordado para interpretar un último chorus de ocho compases más. «¡Fíjate en<br />

esta parte!», le había explicado ella. Ir a la habitación contigua a darle la vuelta al LP

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