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totalmente sometida a los caprichos del hombre, comparte los mismos principios que<br />

los guiliakos. Si algún día visitara Sajalín Meridional, los abrazaría calurosamente.»<br />

En ese punto, Tengo hizo una pausa, pero Fukaeri permaneció callada, sin<br />

manifestar reacción alguna. Tengo prosiguió.<br />

«Carecen de tribunal y desconocen el significado de la palabra "justicia". Se<br />

puede juzgar cuán difícil les resulta comprendernos a partir del hecho de que siguen<br />

sin entender la finalidad de las carreteras. Allí donde existen, siguen viajando a<br />

través de la taiga. No es raro verlos en fila india, seguidos de sus familias y sus<br />

perros, atravesando una marisma al lado mismo de una carretera.»<br />

Fukaeri tenía los ojos cerrados y respiraba con mucha calma. Tengo la miró a la<br />

cara durante un buen rato, pero no fue capaz de juzgar si estaba dormida o no. Por<br />

eso decidió pasar a otra página y seguir leyendo en voz alta. Por una parte, si estaba<br />

dormida, quería asegurar ese sueño, y, por otra, le apetecía leer el texto de Chéjov en<br />

voz alta.<br />

«Junto a la desembocadura del Naibu se alzó en otro tiempo el puesto de<br />

Naibuchi, fundado en 1866. Mitsul encontró allí dieciocho construcciones, habitables<br />

o no, una capilla y una tienda de víveres. Un periodista que visitó Naibuchi en 1871<br />

escribe que había veinte soldados a las órdenes de un cadete. En una de las isbas<br />

encontró a la esposa de un soldado, una mujer alta y hermosa, que le ofreció huevos<br />

frescos y pan negro. La mujer alababa la vida local y sólo se quejaba de que el azúcar<br />

era muy caro. En la actualidad, no queda ni rastro de esas isbas, y al mirar alrededor<br />

y ver el espacio desierto la bella y alta mujer se antoja un mito. Se está construyendo<br />

una nueva casa que será la vivienda de un inspector o una estación; eso es todo. El<br />

mar es frío y turbio, y sus altas olas grisáceas rompen en la arena y parecen exclamar:<br />

"Señor, ¿por qué nos creaste?". Es ya el Gran Océano u océano Pacífico. En la orilla<br />

del Naibu se oyen los hachazos de los presos, que trabajan en alguna construcción; y<br />

lejos, al otro lado del mar, imaginamos América. A la izquierda, a través de la bruma,<br />

se ven los cabos de Sajalín; a la derecha, más cabos... Y alrededor ni un alma, ni un<br />

ave, ni una mosca. Al contemplar ese espectáculo no entiendo por qué rugen las olas,<br />

quién las escucha por la noche, qué pretenden, por qué seguirán rugiendo cuando<br />

me haya ido. Esa orilla no me inspira pensamientos, sino una larga meditación, y me<br />

siento sobrecogido de angustia, aunque al mismo tiempo me gustaría quedarme allí<br />

por siempre, contemplando el movimiento monótono de las olas y escuchando su<br />

bramido amenazante.»<br />

Fukaeri parecía estar dormida del todo. Si escuchaba con atención, sentía cómo<br />

respiraba tranquilamente. Tengo cerró el libro y lo dejó sobre la mesilla que había al<br />

lado de la cama. Luego se levantó y apagó la luz del dormitorio. Miró la cara de<br />

Fukaeri una última vez. Dormía de forma apacible, con los labios sellados, mirando<br />

hacia el techo. Tengo cerró la puerta y volvió a la cocina.

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