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en un sitio tan mal comunicado tenía que ser alguien a quien no le gustara el contacto<br />

con los demás.<br />

Fukaeri abrió la puerta del vestíbulo, a la cual no habían echado el cerrojo, entró<br />

e hizo una señal a Tengo para que la siguiera. Nadie salió a recibirlos. En aquel<br />

amplio y silencioso vestíbulo se descalzaron, atravesaron un gélido pasillo recién<br />

pulido y entraron en la sala de visitas. Por la ventana se admiraba el paisaje de una<br />

cadena de montañas. La luz del sol reverberaba en los meandros de un río. Era un<br />

paisaje extraordinario, pero Tengo no se sentía con ganas de disfrutarlo. Tras hacer<br />

que se sentase en un gran sofá, Fukaeri abandonó la sala sin decir palabra. El sofá<br />

olía a viejo. Tengo no se hacía una idea de cuán viejo.<br />

La sobriedad de aquella sala resultaba apabullante. Había una mesa baja, hecha<br />

con un grueso tablón, completamente vacía. Ni un cenicero, ni un tapete. No había ni<br />

un solo cuadro colgado de la pared. Ni siquiera un reloj o un calendario. Tampoco un<br />

jarrón con flores o algo parecido a un aparador. No había revistas ni libros. Tan sólo<br />

una vieja alfombra de época tan descolorida que el patrón no se distinguía y un<br />

conjunto, igual de antiguo, formado por aquel sofá enorme, semejante a una balsa, en<br />

el que se había sentado Tengo, y tres sillones individuales. Había una gran chimenea<br />

abierta, pero ningún indicio de que hubiera sido encendida últimamente. A pesar de<br />

ser mediados de abril, el cuarto estaba helado. Era como si el frío que había<br />

penetrado durante el invierno se hubiera aposentado. Daba la impresión de que<br />

había pasado un siglo desde que aquella habitación se había resignado a no volver a<br />

recibir jamás una visita. Fukaeri regresó y se sentó al lado de Tengo sin decir nada,<br />

como era costumbre en ella.<br />

Durante un buen rato ninguno de los dos dijo nada. Fukaeri estaba inmersa en<br />

su propio y enigmático mundo, y Tengo se relajaba respirando hondo, con<br />

tranquilidad. Salvo el canto de algún pájaro, que ocasionalmente se oía a lo lejos, la<br />

sala permanecía en riguroso silencio. Cuando aguzaba el oído, a Tengo le daba la<br />

sensación de que aquella quietud entrañaba ciertas implicaciones. No se trataba sólo<br />

de que no hubiera ningún ruido. El propio silencio parecía estar diciendo algo sobre<br />

sí mismo. Tengo miró el reloj en vano. Irguió la cabeza, observó el paisaje por la<br />

ventana y luego volvió a mirar el reloj. El tiempo apenas había transcurrido. Los<br />

domingos por la mañana siempre pasaba despacio.<br />

Tras unos diez minutos, la puerta se abrió sin previo aviso y un hombre delgado<br />

entró de forma apresurada en la sala. Tendría unos sesenta y cinco años de edad.<br />

Medía, aproximadamente, un metro sesenta, pero, gracias a su buen porte, no daba<br />

sensación de escuálido. Tenía la espalda recta, como si dentro llevara una columna<br />

de hierro, y el mentón bien erguido. Sus cejas eran espesas y llevaba unas gruesas<br />

gafas de montura negra que parecían haber sido fabricadas para amedrentar a la<br />

gente. Había algo en sus movimientos que hacía pensar en una máquina precisa de<br />

diseño compacto en la que todas las piezas habían sido comprimidas. No existía

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