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La piel de Tamaki era suave y fina. Sus pezones, dos bellas turgencias ovaladas.<br />

Recordaban a dos aceitunas. Su vello púbico era menudo y fino, como un delicado<br />

sauce. El de Aomame era, en cambio, duro y rígido. Ambas se reían de sus<br />

diferencias. Palpaban cada una de las pequeñas partes de sus cuerpos e<br />

intercambiaban información sobre cuáles eran más sensibles. Había partes en las que<br />

coincidían y otras en las que no. Luego estiraron los dedos y se tocaron el clítoris la<br />

una a la otra. Ambas habían experimentado la masturbación. Muchas veces. Las dos<br />

coincidieron en que la sensación al tocarse a sí mismas era muy diferente. El viento<br />

iba atravesando las praderas verdes de Bohemia.<br />

Aomame volvió a detenerse y volvió a sacudir la cabeza. Respiró hondo y, una<br />

vez más, se sujetó firmemente a la tubería de las escaleras. No podía parar de pensar<br />

en aquello. Tenía que concentrarse en bajar las escaleras. Ya debía de haber<br />

descendido más de la mitad. Sin embargo, ¿por qué los ruidos eran aún tan<br />

molestos? ¿Por qué soplaba aún tanto el viento? Sentía que era una especie de<br />

reproche, de castigo.<br />

Pero, una vez que bajara las escaleras hasta tocar suelo, si alguien la llamara y le<br />

preguntara qué hacía allí o le pidiera que se identificara, ¿qué respondería? «Como<br />

había un atasco en la metropolitana, he bajado hasta aquí por las escaleras de<br />

emergencia. Es que me urgía.» ¿Sería suficiente con eso? Tal vez se metería en un<br />

buen lío. Aomame no quería meterse en ningún lío. Por lo menos ese día.<br />

Afortunadamente, nadie la vio bajar a tierra firme. Al llegar al fondo, lo primero<br />

que hizo fue sacar los zapatos del bolso bandolera y calzárselos. En aquel lugar había<br />

un depósito de materiales, en un descampado elevado en medio de los dos carriles<br />

de la Ruta 246. Estaba cercado por una verja de metal, y en el suelo desnudo había<br />

tendidos varios pilares de hierro. Los habían tirado todos oxidados, sobrantes, quizá,<br />

de alguna obra. En una esquina habían instalado un tejadillo de plástico, y debajo se<br />

amontonaban tres sacos de tela. No sabía qué contenían, pero estaban cubiertos con<br />

plásticos para que no se mojaran con la lluvia. Parecían también objetos que habían<br />

sobrado de alguna obra. Daba la sensación de que, como sacar todo aquello de allí<br />

debía de ser engorroso, lo habían dejado tal cual. Debajo del tejadillo, había además<br />

unas cuantas cajas grandes de cartón aplastadas. Habían tirado al suelo algunas<br />

botellas de plástico y unas cuantas revistas de tebeos. Unas bolsas de la compra de<br />

plástico revoloteaban con el viento sin rumbo fijo.<br />

Había una entrada con una puerta de tela metálica, pero le habían enrollado<br />

varias veces una cadena y le habían puesto un gran candado. Incluso habían<br />

ribeteado la cima de aquella alta puerta con alambre de espino. No parecía posible<br />

franquearla. Si consiguiera saltarla, la ropa le quedaría hecha jirones. Probó a<br />

empujar y tirar de la puerta, pero no se movió un ápice. Tampoco había rendijas por<br />

donde pudiera entrar y salir algún gato. ¡Vaya! ¿Por qué tenían que haber cerrado<br />

tan bien aquel lugar? Allí no había peligro de que robaran... Aomame frunció el ceño,

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