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el blanco de sus vendajes y el negro de los brazaletes de luto que llevaban las<br />

mujeres. Se transportaban muchos ataúdes nuevos en coches de caballos hasta los<br />

cementerios. Cuando pasaba un ataúd, los viandantes apartaban la vista y guardaban<br />

silencio.<br />

La anciana extendió la mano a través de la mesa. La niña, después de pensárselo<br />

un poco, levantó la mano que tenía sobre la rodilla y la puso encima de la mano de la<br />

señora. La anciana se la agarró. Seguramente, a ella también se la había agarrado su<br />

padre o su madre así, con firmeza, cuando durante su niñez se habían cruzado en<br />

algún rincón de París con algún coche de caballos en el que iban apilados ataúdes. Y<br />

la habrían animado, diciéndole que no había por qué preocuparse: «Tranquila. Estás<br />

en un lugar seguro, no tienes nada que temer».<br />

—Los hombres producen millones de espermatozoides al día —le dijo la anciana<br />

a Aomame—, ¿Lo sabía?<br />

—No sé el número exacto —dijo Aomame.<br />

—Por supuesto, yo sólo sé la cantidad aproximada. En cualquier caso, son<br />

innumerables. Y los hombres los envían de una sola vez. Sin embargo, el número de<br />

óvulos maduros que las mujeres envían es limitado. ¿Sabe cuántos?<br />

—Exactamente no lo sé.<br />

—En toda su vida, no son más de, aproximadamente, cuatrocientos —dijo la<br />

anciana—. Los óvulos no se renuevan cada mes, sino que el cuerpo femenino los<br />

alberga tal cual desde su nacimiento. Tras la primera menstruación, cada mes, la<br />

mujer los madura uno a uno y los expulsa. Esta niña atesora esos óvulos en su<br />

interior. Como aún no le ha venido la primera regla, deben de estar prácticamente<br />

intactos. Deben de estar bien guardados en su cajón. Huelga decir que la función de<br />

esos óvulos consiste en ir al encuentro de los espermatozoides y ser fecundados.<br />

Aomame asintió.<br />

—Las numerosas diferencias en la mentalidad del hombre y de la mujer parecen<br />

tener su origen en esa disparidad de los sistemas reproductores. Desde un punto de<br />

vista puramente fisiológico, nosotras, las mujeres, vivimos protegiendo un número<br />

limitado de óvulos. Usted, yo y esta niña. —Entonces sus labios esbozaron una tenue<br />

sonrisa—. Aunque en mi caso, por supuesto, debería decir «viví», en pasado.<br />

Aomame hizo unos rápidos cálculos mentales: «Hasta ahora debo de haber<br />

expulsado unos doscientos óvulos aproximadamente; por lo tanto, me queda la<br />

mitad. Y seguro que llevan el cartel de RESERVADO».<br />

—Sin embargo, sus óvulos no podrán ser fecundados —dijo la anciana—. La<br />

semana pasada, un médico conocido mío la examinó. Le han destruido el útero.<br />

Aomame frunció el ceño y miró a la anciana. Luego giró el cuello un poco y<br />

dirigió la mirada hacia la niña. Las palabras apenas le salían de la boca.

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