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introducido debajo del cinturón de los pantalones, para que no se viera desde fuera.<br />

Movió el cuerpo en diferentes sentidos y comprobó que esos movimientos no<br />

parecían poco naturales. Se lavó la cara con jabón y se cepilló el pelo. Más tarde<br />

torció el gesto a conciencia en diferentes ángulos delante del gran espejo del lavabo,<br />

para distender los músculos rígidos por el nerviosismo. Después de un rato haciendo<br />

eso, devolvió la expresión de siempre a su rostro. Cuando fruncía el ceño durante<br />

bastante tiempo, luego tardaba un poco en acordarse de cómo era su cara<br />

habitualmente. Sin embargo, tras varios intentos, consiguió asentarla. Aomame miró<br />

al espejo y examinó con calma su rostro. «Ningún problema», pensó. «Es la misma<br />

cara de siempre. Incluso puedo sonreír. Las manos no me tiemblan, tengo la mirada<br />

firme. Soy la impasible Aomame de siempre.»<br />

Sin embargo, hacía un momento, cuando había salido del dormitorio, el rapado<br />

la había estado mirando fijamente a la cara. Quizás había advertido los restos de<br />

lágrimas. Había estado llorando mucho durante un largo rato, así que alguna huella<br />

debía de haber quedado. Pensar en eso la intranquilizó. «¿Por qué habría de llorar<br />

mientras le hacía los estiramientos musculares?», se preguntaría extrañado el rapado.<br />

«¿No habrá ocurrido algo raro?», sospecharía. Entonces abriría la puerta del<br />

dormitorio, volvería a observar el aspecto del líder y descubriría que su corazón se<br />

había parado...<br />

Aomame se llevó las manos a la zona de la cintura que quedaba en la espalda y<br />

confirmó que allí estaba la culata de la pistola. «Tienes que tranquilizarte», pensó.<br />

«No tengas miedo. El miedo va a aflorar en la cara y te va a delatar.»<br />

Mentalizándose para la peor de las situaciones, Aomame levantó la bolsa del<br />

gimnasio con la mano izquierda y salió con cautela del cuarto de baño. Colocó la<br />

mano derecha de tal forma que pudiera alcanzar enseguida la pistola. Sin embargo,<br />

todo seguía igual en la habitación. El rapado estaba de brazos cruzados en medio de<br />

la sala, meditando sobre algo con los ojos entornados. El de la coleta, sentado todavía<br />

en la silla de la entrada, observaba con calma la sala. Sus ojos daban la impresión de<br />

serenidad, como los del encargado de la ametralladora en un bombardero. Estaba<br />

acostumbrado a estar solo y a mirar continuamente hacia el cielo azul. Y sus ojos se<br />

habían teñido del color del cielo.<br />

—Supongo que estará cansada —dijo el rapado—, ¿Le apetece un café? También<br />

hay sándwiches.<br />

—Gracias, pero estoy bien. Después de terminar el trabajo, nunca tengo hambre.<br />

Al cabo de una hora se me va abriendo el apetito poco a poco.<br />

El rapado asintió. Luego se sacó un abultado sobre del bolsillo interior de la<br />

americana y, tras comprobar su peso en la mano, se lo entregó a Aomame.<br />

—Contiene un poco más de la cantidad acordada. Como le dije antes, le pido<br />

encarecidamente que mantenga todo esto en secreto.<br />

—¿Significa que están comprando mi silencio? —dijo Aomame bromeando.

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