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cuencas de los ojos parecían mucho más grandes que antaño. En la frente se le<br />

marcaban tres arrugas profundas. Aunque parecía que la cabeza se le había<br />

deformado, quizá se debiera a que llevaba el pelo más corto, lo cual acentuaba esa<br />

deformidad. Tenía las cejas largas y tupidas. Y de las orejas le salían pelos blancos.<br />

Sus grandes y afiladas orejas se veían ahora todavía más grandes, como alas de<br />

murciélago. Sólo la nariz tenía la misma forma de siempre. Redonda e hinchada, en<br />

contraste con las orejas. Y teñida de un color rojo oscuro. Las comisuras de los labios<br />

pendían hacia abajo, y daba la impresión de que en cualquier momento iba a<br />

escapársele baba. Tenía la boca entreabierta, mostrando una dentadura incompleta.<br />

La figura de su padre sentado, quieto junto a la ventana, le recordó un autorretrato<br />

de Van Gogh en sus últimos años de vida.<br />

Cuando Tengo entró en la habitación, aquel hombre sólo lo miró de reojo para<br />

luego seguir observando el paisaje por la ventana. A distancia, más que un ser<br />

humano parecía una criatura similar a una rata o a una ardilla. Una criatura no<br />

demasiado limpia, pero dotada de una inteligencia considerable. Sin embargo, aquél<br />

era, sin lugar a dudas, el padre de Tengo. O quizá sería más correcto decir los despojos<br />

de su padre. Aquellos dos años se habían llevado muchas cosas de su cuerpo. Como<br />

un cobrador de impuestos que despoja sin piedad a un hogar pobre de todos sus<br />

enseres. El padre que Tengo recordaba era un hombre fuerte que siempre trabajaba<br />

con afán. La introspección y la imaginación eran ajenas a él, pero estaba dotado de<br />

cierta moral y tenía ideas sencillas pero firmes. Era sufrido, y Tengo nunca había<br />

escuchado de su boca excusas o lamentos. Sin embargo, aquel que estaba ahora<br />

delante de él no era más que una cáscara. Un casa deshabitada a la que habían<br />

arrebatado todo calor.<br />

—Señor Kawana. —La enfermera se dirigió al padre de Tengo con voz<br />

penetrante, bien articulada. Había sido formada para dirigirse así a los pacientes—.<br />

Señor Kawana. ¡Venga! ¡Que está aquí su hijo de visita!<br />

El padre se limitó a mirar hacia ellos. Sus ojos, carentes de expresión, evocaron a<br />

Tengo dos nidos de golondrinas vacíos abandonados bajo un alero.<br />

—¡Hola! —saludó Tengo.<br />

—Señor Kawana, su hijo ha venido desde Tokio para verlo —dijo la enfermera.<br />

El padre sólo miraba a Tengo a la cara, sin decir nada. Como si leyera un edicto<br />

incomprensible escrito en una lengua extranjera.<br />

—A las seis y media es la hora de la cena —le dijo a Tengo la enfermera—. Hasta<br />

entonces, haga usted lo que le parezca.<br />

Cuando la enfermera se marchó, Tengo, después de titubear un poco, se acercó a<br />

su padre y se sentó en la silla que había enfrente.

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