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débilmente. Y cuanto más dura fuera su misión, cuanto más alto estuviera el umbral,<br />

mayor sería la dicha que obtendrían.<br />

La niña daba vueltas con su madre, predicando. La madre llevaba en una mano<br />

una bolsa de tela llena de ejemplares de Ante el diluvio, y en la otra solía llevar un<br />

parasol. A unos cuantos pasos la seguía la hija. Ella siempre tenía los labios sellados,<br />

totalmente inexpresiva. Tengo se la había cruzado varias veces cuando había<br />

acompañado a su padre en las rutas de cobro de la tarifa de recepción de la NHK. Él<br />

la observaba y ella también lo observaba a él. Cada vez tenía la impresión de que<br />

algo brillaba furtivamente en su mirada. Pero nunca hablaron, claro. Ni siquiera se<br />

saludaban. El padre de Tengo estaba ocupado intentando mejorar el rendimiento de<br />

sus cobros, y la madre de ella estaba ocupada hablando sobre el fin del mundo que<br />

había de sobrevenir. Los dos chavales sólo se cruzaban de forma apresurada por las<br />

calles los domingos, arrastrados por sus padres, e intercambiaban miradas durante<br />

un instante.<br />

Todos los alumnos de la clase sabían que ella era devota de la Asociación de los<br />

Testigos. Debido a «motivos de fe» no participaba en las celebraciones navideñas, ni<br />

en las excursiones o viajes de estudios a templos sintoístas o budistas. Tampoco<br />

participaba en las competiciones deportivas ni cantaba el himno de la escuela, ni el<br />

himno nacional. Ese comportamiento, incomprensible y poco común, la aislaba cada<br />

vez más del resto de la clase. Al mediodía, antes del almuerzo en el colegio, tenía que<br />

rezar, sin falta, una oración especial. Debía hacerlo en voz alta, para que todos la<br />

oyeran bien. Por supuesto, al resto de los niños aquella oración les parecía<br />

espeluznante. Ella seguramente no quería hacerlo delante de todos, pero le habían<br />

inculcado que tenía que rezar la oración antes de comer y, aunque los demás devotos<br />

no la vieran, no podía descuidar su obligación, porque el «Señor» prestaba atención a<br />

todo desde los cielos.<br />

«Padre nuestro, que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre, venga a nosotros<br />

tu reino. Perdona nuestras ofensas y bendice nuestro humilde caminar. Amén.»<br />

La memoria es algo extraño. Se acordaba perfectamente, a pesar de haber<br />

ocurrido veinte años atrás. Venga a nosotros tu reino. Cada vez que escuchaba esa<br />

oración, el Tengo estudiante de primaria se preguntaba: «¿Qué clase de reino será<br />

ése?». ¿Tendría NHK? Seguro que no. Y si no había NHK, lógicamente tampoco<br />

había cobro. Por lo tanto, sería mejor que ese reino llegara cuanto antes.<br />

Tengo nunca se había dirigido a ella, ya que, aunque iban a la misma clase, no<br />

había tenido ninguna ocasión de hablarle directamente. Ella siempre estaba sola,<br />

apartada de los demás, y no hablaba con nadie a no ser que fuera necesario. No era el<br />

ambiente más propicio para acercarse a ella y dirigirle la palabra. Pero, en su<br />

corazón, Tengo la compadecía. Además, tenían en común que los días de fiesta<br />

debían ir con sus padres de puerta en puerta, llamando a los timbres. Pese a las<br />

diferencias entre la actividad evangelizadora y el negocio de cobrar, Tengo sabía

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