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De repente se acordó de algo, rebuscó en el bolsillo de los pantalones y encontró<br />

dos chicles. Con manos ligeramente temblorosas les quitó el envoltorio, se los metió<br />

en la boca y los mascó despacio. Hierbabuena. Un sabor nostálgico. De algún modo<br />

apaciguó sus nervios.<br />

Mientras movía las mandíbulas, aquel desagradable olor en su boca fue<br />

disminuyendo poco a poco. «No es que algo se esté pudriendo dentro de mí. Se trata<br />

simplemente del miedo, que me altera.<br />

»De todas formas, todo ha terminado», pensó Aomame. «No hará falta que<br />

vuelva a matar a nadie. Además, yo he hecho lo correcto», se decía a sí misma. «Era<br />

necesario asesinar a ese hombre. Sólo recibió su merecido. Y, aunque fuera una<br />

coincidencia, él mismo ansiaba que lo mataran. Yo le he dado una muerte apacible,<br />

tal y como él deseaba. No he cometido ningún error. Sólo he infringido la Ley.»<br />

Pero por más que intentara convencerse a sí misma, en el fondo era incapaz de<br />

aceptarlo. «Hace tan sólo un momento he asesinado con estas manos a una persona<br />

que no era normal y corriente.» Todavía recordaba con claridad la sensación de la aguja<br />

puntiaguda penetrando la nuca del hombre sin hacer ruido. No había sido normal y<br />

corriente. Eso había perturbado de forma considerable a Aomame. Extendió la palma<br />

de las manos y las contempló. Algo había cambiado. Eran totalmente distintas a<br />

antes. Pero no podía discernir qué era lo que había cambiado ni de qué manera.<br />

De creer a aquel hombre, ella había asesinado a un profeta. Alguien que<br />

custodiaba la voz de Dios. Pero el dueño de esa voz no era Dios. Era probablemente<br />

la Little People. El profeta es al mismo tiempo el rey, y el rey está predestinado a ser<br />

asesinado. Es decir, ella era la asesina que le había expedido su destino. Y al eliminar<br />

de modo violento a aquel ser, rey y profeta, había mantenido el equilibrio entre el<br />

bien y el mal en el mundo. Como consecuencia, ella debía morir. Pero antes había<br />

hecho un trato: matando a aquel hombre y renunciando a su propia vida, Tengo se<br />

salvaría. Ese era el trato. De creer a aquel hombre.<br />

Sin embargo, no era que no creyese nada de lo que él le había dicho. El no era un<br />

fanático, y quien va a morir no miente. Pero, sobre todo, sus palabras habían sido<br />

convincentes. Tenía un poder de convicción igual de pesado que una enorme ancla.<br />

Todos los barcos tienen un ancla de peso proporcional a su tamaño. Por muy<br />

deplorables que hubieran sido sus actos, aquel hombre era una persona que hacía<br />

pensar en un gran barco. Aomame no podía dejar de reconocerlo.<br />

Extrajo la Heckler & Koch del cinturón para que el conductor no la viera, le puso<br />

el seguro y la guardó en el neceser. Su cuerpo se desembarazó de aquel sólido y fatal<br />

lastre de quinientos gramos.<br />

—¡Vaya truenos han caído hace un rato! Además ha llovido una barbaridad,<br />

¿verdad? —dijo el conductor.

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