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Pero Aomame no tenía ganas en absoluto de leer esa clase de artículos morbosos.<br />

Tras el incidente, había procurado no encender la televisión. No quería que un<br />

presentador de telediario de voz artificial y chillona le comunicara que Ayumi se<br />

había muerto.<br />

Desde luego, deseaba que capturasen al asesino. Tenía que ser castigado a<br />

cualquier precio. Sin embargo, si detenían al criminal y lo juzgaban y se aclaraban<br />

todos los detalles del homicidio, ¿qué conseguiría? Se hiciera lo que se hiciera,<br />

Ayumi no iba a volver a la vida. Eso estaba claro. Incluso era posible que la condena<br />

fuera leve. Quizá lo tratarían como un caso de homicidio por imprudencia, en vez de<br />

un asesinato. Claro que aunque se dictara sentencia de pena de muerte, no habría<br />

forma de repararlo. Aomame cerró el periódico, apoyó los codos en la mesa y se tapó<br />

la cara durante un rato con ambas manos. Luego pensó en Ayumi. Pero no volvió a<br />

llorar. Sólo sentía rabia.<br />

Hasta las siete de la tarde, aún había tiempo de sobra. Aomame no tenía nada<br />

que hacer. No había ido al trabajo. Ya había dejado la bolsa de viaje y el bolso<br />

bandolera en la taquilla de la estación de Shinjuku, como le había indicado Tamaru.<br />

Dentro de la bolsa había metido un fajo de billetes y mudas para unos cuantos días.<br />

Cada tres días, Aomame había ido hasta la estación de Shinjuku, había introducido<br />

más monedas en la taquilla y había comprobado todo lo que había dejado. No hacía<br />

falta que limpiara el piso, y tampoco podía cocinar porque la nevera ya estaba<br />

prácticamente vacía. Aparte de la cauchera, dentro del piso casi no quedaba nada<br />

que oliera a vida. Se había deshecho de todo aquello que revelara alguna información<br />

personal. Todos los cajones estaban vacíos. «Mañana ya no estaré aquí. No quedará<br />

ni rastro de mi presencia.»<br />

Había doblado la ropa que llevaría esa noche y la había amontonado sobre la<br />

cama. Al lado había una bolsa de deporte azul. En la bolsa llevaba todo lo necesario<br />

para los estiramientos. Aomame volvió a inspeccionarla por si acaso. Un chándal,<br />

una esterilla para yoga, una toalla pequeña y el estuche rígido que contenía el fino<br />

picahielos. Estaba todo. Sacó el picahielos del estuche, le quitó el corcho y comprobó<br />

que la punta estaba bien afilada tocándola con la yema del dedo. Con todo, por si las<br />

moscas, la aguzó ligeramente con la piedra de afilar más fina que tenía. Se imaginó la<br />

aguja penetrando en un punto preciso de la nuca del hombre, sin hacer ningún ruido,<br />

como si fuera absorbida. Todo terminaría en cuestión de segundos, como siempre.<br />

No habría gritos ni derramamiento de sangre. Sólo ese espasmo momentáneo.<br />

Aomame volvió a clavar el corcho en el extremo de la aguja y la guardó con cuidado<br />

en el estuche.<br />

A continuación, sacó de la caja de zapatos la Heckler & Koch envuelta en la<br />

camiseta e introdujo con maña en el cargador las siete balas de nueve milímetros.<br />

Envió una bala a la recámara con un ruido seco. Quitó el seguro y volvió a ponerlo.

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