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Tras la cena, se sentó ante su escritorio, encendió el ordenador y abrió el<br />

programa para escribir.<br />

Tengo se dio cuenta de que, en realidad, reescribir el pasado no servía de nada,<br />

como su novia mayor le había señalado. Tenía razón. Por mucho empeño y<br />

dedicación que pusiera al reescribirlo, lo más importante de su situación actual no<br />

iba a cambiar. El tiempo posee el poder de ir cancelando absolutamente todas las<br />

alteraciones artificiales. Sobre las correcciones añadidas escribe más correcciones y va<br />

devolviendo el flujo al punto de partida. Aunque se alteraran numerosos hechos<br />

nimios, al final Tengo nunca dejaría de ser Tengo.<br />

Lo que Tengo debía hacer era erguirse en la encrucijada del presente, encontrar<br />

honradamente el pasado e ir escribiendo el futuro para así reescribir el pasado. No<br />

había otro camino.<br />

Penitencia y arrepentimiento torturan mi corazón pecador. Que las lágrimas que<br />

derramo en agradables perfumes para ti se tornen, Oh, fiel Jesús.<br />

Así rezaba la letra del aria de La pasión según San Mateo que Fukaeri había<br />

cantado la otra vez. Como a Tengo le había gustado, al día siguiente volvió a<br />

escucharla en un disco y leyó la traducción de la letra. Era el aria extraída de<br />

«Ungido en Betania», al comienzo de la Pasión. Cuando Jesús visitó la casa del<br />

leproso en el pueblo de Betania, una mujer derramó un caro perfume sobre la cabeza<br />

del Mesías. Los discípulos que lo rodeaban le reprocharon aquel derroche absurdo.<br />

Le dijeron que si lo vendía podría donar el dinero a los pobres. Pero Jesús contuvo a<br />

los indignados discípulos diciéndoles: «¡Basta! Esta mujer ha realizado una buena<br />

obra. Me ha preparado para mi sepultura».<br />

La mujer lo sabía. Sabía que Jesús había de morir al cabo de poco tiempo. Por eso<br />

no pudo evitar derramar por su cuerpo aquel preciado bálsamo, como si lo ungiera<br />

con sus propias lágrimas. Jesús también lo sabía. Sabía que pronto debía recorrer el<br />

camino de la muerte. Él dijo: «En verdad os digo que en cualquier lugar del mundo<br />

donde sea predicado este Evangelio se alabará lo que ella acaba de hacer».<br />

Ellos no pudieron cambiar el futuro, naturalmente.<br />

Tengo volvió a cerrar los ojos, respiró hondo y ordenó las palabras en su mente.<br />

Cambió el orden para que la imagen fuera más clara. Precisó el ritmo.<br />

Ondeó silenciosamente los diez dedos en el aire, como Vladimir Horowitz<br />

delante de las ochenta y ocho teclas de un piano novísimo. Luego comenzó a teclear<br />

con resolución los caracteres del ordenador.<br />

Describió el paisaje de un mundo en cuyo cielo se perfilaban al atardecer, por<br />

Oriente, dos lunas. Las gentes que allí vivían. El tiempo que transcurría.<br />

«En verdad os digo que en cualquier lugar del mundo donde sea predicado este<br />

Evangelio, se alabará lo que ella acaba de hacer.»

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