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se colocó frente a un espejo grande y lustroso y respiró hondo varias veces. Los aseos<br />

eran enormes y estaban desiertos. Quizá fueran más grandes que el piso en el que<br />

vivía. «Este es el último trabajo», dijo en voz baja frente al espejo. «Voy a<br />

desaparecer. De repente, como un fantasma. Ahora estoy aquí. Mañana ya no lo<br />

estaré. Dentro de unos días tendré otro nombre y otro rostro.»<br />

Regresó al hall y volvió a sentarse. Dejó la bolsa de deporte sobre la mesa<br />

contigua. Dentro estaba la semiautomática de siete tiros y la aguja afilada para<br />

punzar la nuca de los hombres. «Tienes que tranquilizarte», pensó. «Es tu último<br />

trabajo y el más importante. Tienes que ser la Aomame fría y fuerte de siempre.»<br />

Pero Aomame no podía dejar de pensar en que aquélla no era una situación<br />

ordinaria. Le costaba un poco respirar y le preocupaba la velocidad de sus latidos.<br />

Las axilas le sudaban un poco. Sentía una picazón en la piel. «No es sólo que esté<br />

nerviosa. Tengo un presentimiento. Ese presentimiento me advierte. Llama sin cesar<br />

a la puerta de mi conciencia. Aún no es demasiado tarde, vete y olvídalo todo, apela.»<br />

Si hubiera sido posible, Aomame habría querido seguir aquella advertencia.<br />

Abandonar todo e irse en ese mismo momento del hall del hotel. Allí había algo que<br />

le daba mala espina. En el ambiente flotaba un indicio implícito de muerte. Una<br />

muerte silenciosa y pausada, pero ineludible. Sin embargo, no pensaba huir con el<br />

rabo entre las piernas. Eso iba en contra de su modo de vida.<br />

Fueron unos diez minutos interminables. El tiempo apenas avanzaba. Ella<br />

tomaba aliento, sentada en el sofá. Los espíritus que rondaban el hall seguían<br />

vomitando ecos banales sin cesar. La gente se desplazaba en silencio sobre la gruesa<br />

alfombra, como almas buscando a tientas un lugar adonde ir. De vez en cuando, el<br />

ruido que hacía alguna camarera al transportar un servicio de café en una bandeja<br />

llegaba a sus oídos como el único sonido cierto. Pero ese sonido también entrañaba<br />

una sospechosa equivocidad. Aquél no era un buen clima. Si ya se ponía así de<br />

nerviosa, llegado el momento no podría hacer nada. Aomame cerró los ojos y, casi de<br />

forma automática, rezó una oración. Desde que tenía uso de razón, siempre la había<br />

rezado antes de las tres comidas. A pesar de haber pasado tanto tiempo desde la<br />

última vez, se la sabía al dedillo.<br />

«Padre nuestro, que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre, venga a nosotros<br />

tu reino. Perdona nuestras ofensas y bendice nuestro humilde caminar. Amén.»<br />

A regañadientes, Aomame tuvo que reconocer que aquella oración que una vez<br />

la había martirizado ahora la estaba ayudando. La resonancia de aquellas palabras<br />

consolaba su espíritu, mantenía el miedo en el umbral, hacía que su respiración se<br />

relajara. Se cubrió ambos párpados con los dedos y repitió mentalmente aquellas<br />

frases varias veces.<br />

—Es usted Aomame, ¿verdad? —dijo un hombre próximo a ella. Era la voz de<br />

un hombre joven.

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