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—Y ahora desea que le asesinen de forma cruel.<br />

—No, no hace falta una muerte cruel. Estamos en 1984, en plena metrópolis. No<br />

tiene por qué ser sangrienta. Basta con que se me arrebate la vida.<br />

Aomame sacudió el cuello y relajó los músculos. El extremo de la aguja todavía<br />

apuntaba hacia el cuello, pero carecía de la voluntad de matar a aquel hombre.<br />

—Ha violado a muchas niñas pequeñas. Niñas de tan sólo diez años... —dijo<br />

Aomame.<br />

—En efecto —reconoció el hombre—. En sentido lato, es comprensible que lo<br />

veas de ese modo. Visto a través de la óptica de la Ley terrenal, soy un criminal. Me<br />

he unido carnalmente a mujeres todavía no maduras. Aunque eso no quiere decir<br />

que yo lo haya deseado...<br />

Aomame se limitaba a respirar con fuerza. No sabía cómo contener el intenso<br />

caos emocional que la embargaba. Su rostro se retorció, y ambas manos parecían<br />

pedirle cosas diferentes.<br />

—Quiero que me arrebates la vida —afirmó el hombre—. Es mejor que no siga<br />

existiendo en este mundo, en todos los sentidos. Soy una persona que debe ser<br />

liquidada para que el equilibrio del mundo se mantenga.<br />

—Si le mato, ¿qué ocurrirá luego?<br />

—La Little People perderá a quien escucha la voz. Todavía no tengo sucesor.<br />

—¿Por qué debería creérmelo?—le espetó Aomame—. Podría ser un simple<br />

pervertido sexual que legitima sus actos obscenos mediante una lógica<br />

completamente oportunista. A lo mejor, la Little People nunca ha existido, así como<br />

no existen la voz de Dios ni la gracia divina. Quizás usted sólo sea un vil<br />

embaucador que, como otros tantos en este mundo, se hace llamar profeta y<br />

religioso.<br />

—Hay un reloj de mesa —dijo el hombre sin levantar la cara—. Está sobre la<br />

cómoda a tu derecha.<br />

Aomame miró a la derecha. Allí había una cómoda de líneas curvas que le<br />

llegaba por la cintura y, encima, un reloj de mesa hecho de mármol. A simple vista<br />

parecía pesado.<br />

—Míralo. No apartes la vista de él.<br />

Aomame giró la cabeza y lo observó atentamente, tal y como le había ordenado.<br />

Bajo sus dedos sintió tensarse los músculos del hombre, duros como una roca.<br />

Encerraban una energía de una intensidad increíble. Y como respondiendo a esa<br />

energía, el reloj de mesa empezó a separarse de la superficie de la cómoda y levitó en<br />

el aire. Se elevó unos cinco centímetros y, temblando levemente como si titubeara,<br />

fijó su posición en el aire y flotó durante diez segundos. Luego los músculos

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