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en las manos, se había arrepentido de haberla comprado de manera impulsiva,<br />

porque era una cauchera insulsa a la vista y, sin embargo, aparatosa y difícil de<br />

llevar, y porque después de todo estaba viva.<br />

Era la primera vez que tenía en su poder algo con vida. Nunca había comprado,<br />

ni le habían regalado, ni había recogido una mascota o una planta. Esa cauchera era<br />

el primer ser vivo con el que compartía su vida.<br />

Al ver en la sala de estar de la señora los pececillos rojos que ésta le había<br />

comprado a Tsubasa en un puesto de feria, Aomame también había deseado tener<br />

unos. Lo deseó de manera muy intensa. Tanto que no podía apartar la vista de ellos.<br />

¿Por qué había sentido tal cosa de repente? Quizá tenía envidia sana de Tsubasa. A<br />

ella nunca le habían comprado nada en los puestos ambulantes de las ferias. Ni<br />

siquiera la habían llevado nunca a una feria por la noche. Sus padres, fervientes<br />

devotos de la Asociación de los Testigos, siempre leales a los preceptos de la Biblia,<br />

despreciaban y evadían toda festividad mundana.<br />

Por ese mismo motivo, Aomame decidió ir a unos almacenes baratos próximos a<br />

la estación de Jiyūgaoka y comprarse allí los peces de colores. Si nadie le regalaba<br />

peces y una pecera, tenía que ir ella misma y comprárselos. «¿Qué hay de malo?»,<br />

pensó. «Ya soy una adulta de treinta años y vivo sola en mi propio piso. En la caja<br />

fuerte del banco tengo fajos de billetes apilados, igual que duros ladrillos. No tengo<br />

que pedirle permiso a nadie para comprarme unos peces.»<br />

Sin embargo, cuando fue a la sección de mascotas y tuvo delante a los pececillos,<br />

que nadaban dentro de la pecera haciendo ondular aquellas aletas que parecían<br />

puntillas, fue incapaz de comprarlos. Aunque los peces eran pequeños y parecían<br />

criaturas insensibles, desprovistas de personalidad y conciencia, al fin y al cabo eran<br />

seres vivos completos. A Aomame le pareció que comprar esa vida con dinero y<br />

adueñarse de ella no estaba bien. Se acordó de cuando era pequeña. Un ser<br />

impotente que no podía ir a ninguna parte, encerrado en una angosta pecera de<br />

vidrio. Daba la impresión de que a los peces no les importaba. Quizá no les<br />

importase realmente. A lo mejor no querían ir a ninguna parte. Pero, en cualquier<br />

caso, a Aomame sí que le importaba.<br />

Cuando los vio en la sala de la casa de la señora, no sintió lo mismo. Los peces<br />

nadaban con elegancia y encanto en la pecera de vidrio.<br />

La luz del verano oscilaba dentro del agua. Convivir con peces le pareció una<br />

idea fantástica. Daría cierta gracia a su vida. Pero en la sección de mascotas de los<br />

almacenes que había frente a la estación se sofocó al ver los peces. Tras contemplarlos<br />

en la pecera durante un rato, apretó los labios con fuerza y pensó: «Ni hablar. No<br />

puedo tener peces».<br />

En ese instante, se fijó en la cauchera que había en un rincón de la tienda. La<br />

habían apartado hacia el sitio en el que menos llamaba la atención, y estaba allí tiesa,<br />

como una huérfana abandonada. Al menos, así la veía Aomame. Estaba descolorida

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