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Por supuesto, Aomame desconocía si ellos tenían intención de llenar de alguna<br />

forma el vacío que la muerte del líder había dejado. Pero para ello tendrían que<br />

mover cielo y tierra. Para seguir manteniendo la organización. Como había dicho<br />

aquel hombre, aunque el dirigente desapareciera, el sistema seguiría existiendo,<br />

seguiría actuando. ¿Quién sucedería al líder? Ese era un asunto que no incumbía a<br />

Aomame. Su cometido había sido eliminar al líder, no destruir una comunidad<br />

religiosa.<br />

Pensó en los dos guardaespaldas trajeados de negro. El rapado y el de la coleta.<br />

Una vez de vuelta en la comunidad, ¿asumirían fácilmente la responsabilidad de que<br />

el líder había sido asesinado? Aomame se imaginó que les asignaban la misión de<br />

perseguirla y liquidarla —o atraparla. «Pase lo que pase, encontrad a esa mujer.<br />

Hasta entonces, no volváis», les ordenarían. Era posible. Ellos habían visto su cara de<br />

cerca. Eran competentes y estaban ansiosos de venganza. Eran los cazadores idóneos.<br />

Además, la directiva de la comunidad tenía que averiguar quién estaba detrás de<br />

Aomame.<br />

Para desayunar se comió una manzana; apenas tenía apetito. En sus manos<br />

todavía permanecía la sensación que había experimentado cuando clavó la aguja en<br />

la nuca del hombre. Mientras pelaba la manzana con la mano derecha utilizando un<br />

pequeño cuchillo, sintió un tenue estremecimiento. Un estremecimiento que nunca<br />

antes había experimentado. Cuando se asesinaba a alguien, ese recuerdo no<br />

desaparecía de la noche a la mañana. Naturalmente, arrebatarle la vida a una<br />

persona no era nada agradable, pero todas sus víctimas habían sido hombres que no<br />

merecían vivir. La repulsión podía más que la compasión. Sin embargo, en esta<br />

ocasión era diferente. Observado lo ocurrido de manera objetiva, los actos que aquel<br />

hombre había cometido atentaban contra la moralidad. No obstante, él no era una<br />

persona normal y corriente en diversos sentidos. Esa falta de normalidad podía<br />

considerarse algo que trascendía los criterios del bien y el mal, al menos<br />

parcialmente. Y quitarle la vida tampoco era normal. Le había dejado una sensación<br />

extraña en el cuerpo. Una sensación que no era normal.<br />

Lo que él le había dejado era «una promesa». Aomame llegó a esa conclusión<br />

tras cavilar durante un rato. El peso de la promesa permanecía en sus manos, como<br />

un símbolo. Aomame se dio cuenta. Ese símbolo tal vez jamás desaparecería de sus<br />

manos.<br />

Pasadas las nueve de la mañana, el teléfono sonó. Era Tamaru. Dejó sonar tres<br />

veces, colgó y pasados veinte segundos volvió a llamar.<br />

—En efecto, los tipos aquellos no han llamado a la policía —dijo Tamaru—. No<br />

ha salido en las noticias ni en los periódicos.<br />

—Pues, de que está muerto no hay duda.<br />

—Eso lo saben, por supuesto. El líder está muerto, de eso no cabe duda. Han<br />

realizado algunos movimientos. Ya se han marchado del hotel. Anoche varias

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