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Aomame frunció un poco el ceño.<br />

—Es necesario de cuando en cuando. Ya sé que no es algo digno de elogio,<br />

pero...<br />

La anciana alargó la mano y la puso suavemente sobre la mano de Aomame.<br />

—Por supuesto. A veces también es necesario. No se preocupe, que no se lo estoy<br />

reprochando. Pero tengo la impresión de que lo que usted necesita es una felicidad<br />

más normal. Unirse a la persona que le gusta y comer perdices.<br />

—Yo también creo que estaría bien. Pero es difícil.<br />

—¿Por qué?<br />

Aomame no respondió. Explicárselo no resultaría sencillo.<br />

—Si en un asunto personal quisiera pedirle consejo a alguien, pídamelo a mí —<br />

dijo la anciana; retiró la mano que había puesto sobre la de Aomame y se enjugó el<br />

sudor de la cara con una toalla—. Sea lo que sea, porque quizás haya algo que yo<br />

pueda hacer por usted.<br />

—Gracias —dijo Aomame.<br />

—A veces las cosas no se solucionan con sólo desmadrarse.<br />

—Tiene toda la razón.<br />

—Usted no está haciendo nada que la perjudique —dijo la señora—. Nada. ¿Lo<br />

entiende?<br />

—Sí —respondió Aomame. «En efecto», pensó. «No estoy haciendo nada que me<br />

perjudique.» Sin embargo, había algo que permanecía en su interior. Como el poso<br />

en el fondo de una botella de vino.<br />

Aomame recordaba a menudo, aún hoy, lo que había sucedido en torno a la<br />

muerte de Tamaki Ōtsuka. Al pensar que ya nunca podría volver a verla y hablar con<br />

ella, sentía como si el cuerpo se le desgarrara. Tamaki había sido la primera amiga<br />

íntima que Aomame había hecho en su vida. Se podían confiar cualquier cosa la una<br />

a la otra, sin reservas. Antes de Tamaki, Aomame nunca había tenido una amiga así,<br />

ni nunca la tuvo después. Era irreemplazable. Si no la hubiera conocido, la vida de<br />

Aomame hubiera sido, con certeza, aún más penosa que ahora, aún más sombría.<br />

Las dos tenían la misma edad y eran compañeras de equipo del club de sófbol de<br />

un instituto público de Tokio. Aomame se había entregado a ese deporte desde la<br />

secundaria hasta el instituto. Al principio la habían invitado al club porque faltaban<br />

jugadores, y hacía lo que mejor le parecía, sin demasiado entusiasmo, pero pronto<br />

aquello se convirtió para ella en un placer. Vivía aferrada a ese deporte, como<br />

alguien que, arrastrado por un vendaval, se abraza a una columna. Necesitaba algo<br />

así. Y aunque ella misma no se había dado cuenta, Aomame siempre había poseído

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