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—¿Algún cambio? —le preguntó a Tengo mientras anotaba cifras en un<br />

portafolios.<br />

—Nada. Ha estado dormido todo el tiempo —dijo Tengo.<br />

—Si hubiera cualquier cosa, pulse este botón. —La enfermera señaló un<br />

interruptor, situado debajo de la cabecera, para llamar al personal. Luego volvió a<br />

meterse el bolígrafo entre el pelo.<br />

—De acuerdo.<br />

Poco después de que aquella enfermera se hubiera marchado, llamaron a la<br />

puerta y la enfermera Tamura, con las gafas puestas, asomó la cabeza.<br />

—¿Le apetece comer? Si quiere puede tomar algo en el comedor.<br />

—Gracias, pero aún no tengo hambre —dijo Tengo.<br />

—¿Cómo se encuentra su padre?<br />

Tengo se encogió de hombros.<br />

—He estado hablándole todo el rato, pero no sé si puede oírme.<br />

—Está bien que le hable —dijo ella, y sonrió para animarlo—. Tranquilo, seguro<br />

que su padre puede oírlo.<br />

La enfermera cerró suavemente la puerta. El se volvió a quedar a solas con su<br />

padre en aquella pequeña habitación.<br />

Tengo siguió hablándole.<br />

Al licenciarse, trabajó enseñando matemáticas en Tokio en una academia<br />

preparatoria para los exámenes de ingreso en la universidad. Ya no era el niño<br />

prodigio de las matemáticas con un excelente futuro por delante, ni el prometedor<br />

judoka. Era un simple profesor de academia. No obstante, se sentía feliz. Por fin<br />

podía respirar. Era la primera vez que podía vivir a su voluntad, sin tener que<br />

cumplir con nadie.<br />

Al poco tiempo empezó a escribir novelas. Escribió varias obras y las presentó al<br />

premio de escritores noveles de una editorial. Por aquel entonces conoció a un editor<br />

sui generis llamado Komatsu y le encargaron la corrección de La crisálida de aire,<br />

escrita por una chica de diecisiete años llamada Fukaeri (Eriko Fukada). Fukaeri<br />

había creado una historia, pero como no tenía talento para escribir, Tengo había<br />

asumido esa tarea. Él bordó el trabajo, la obra ganó el premio de la revista, lo<br />

publicaron y se convirtió en un gran best setter. Dio tanto que hablar que los<br />

miembros del jurado del premio Akutagawa lo acogieron fríamente y no pudo ganar,<br />

pero, utilizando la franca expresión de Komatsu, se había vendido tanto que «¿para<br />

qué narices nos hace falta?».

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