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Komatsu seguramente lo avisaría de inmediato. Si no lo llamaba era porque de<br />

momento no había nada nuevo. En definitiva, la gente todavía no se había dado<br />

cuenta de que (quizás) había un negro detrás de La crisálida de aire.<br />

Por el contenido de los titulares parecía que, de momento, los medios de<br />

comunicación se centraban en el hecho de que el padre de Fukaeri había sido un<br />

famoso militante de un antiguo grupo radical, que Fukaeri se había criado en una<br />

comuna en las montañas de Yamanashi, apartada de la sociedad, y que su actual<br />

tutor era el profesor Ebisuno (conocido estudioso en el pasado). Y mientras el<br />

paradero de la bella y misteriosa escritora seguía sin conocerse, La crisálida de aire se<br />

mantenía en la lista de best sellers. Por ahora, aquello era suficiente para llamar la<br />

atención de la sociedad.<br />

Sin embargo, si la desaparición de Fukaeri se prolongara, sólo sería cuestión de<br />

tiempo que los periodistas ampliaran sus investigaciones. En ese caso, la situación se<br />

complicaría. Por ejemplo, si alguien indagara a qué colegio había ido Fukaeri,<br />

probablemente saldría a la luz que apenas había sido escolarizada debido a la<br />

dislexia que padecía. Se conocerían sus notas en lengua japonesa y las redacciones<br />

que había escrito —suponiendo que hubiera escrito alguna. Lógicamente, se<br />

cuestionaría que una chica con dislexia pudiera escribir un texto como aquél.<br />

Llegados a tal punto, no hacía falta ser un genio para suponer que una tercera<br />

persona podría haberle echado una mano.<br />

El primero al que se lo preguntarían sería, evidentemente, Komatsu, puesto que<br />

era el editor encargado de la obra y se había ocupado de todo lo relacionado con su<br />

publicación. Entonces Komatsu fingiría no saber nada. Alegaría impertérrito que él<br />

sólo había entregado al jurado la obra candidata que ella había enviado y que no<br />

había tenido nada que ver en el proceso de creación. Aunque se trataba de una<br />

habilidad que, en mayor o menor medida, todos los editores con experiencia poseían,<br />

a Komatsu se le daba bien afirmar, sin cambiar de expresión, cosas que no pensaba.<br />

Luego llamaría de inmediato a Tengo y le diría algo así como: «Tengo, están<br />

empezando a apretarnos las tuercas», en un tono teatral, como si disfrutara de los<br />

problemas.<br />

A Tengo le daba la impresión de que quizá disfrutaba realmente con los<br />

problemas. A veces le parecía reconocer en Komatsu una especie de deseo de<br />

destrucción. Puede que en el fondo deseara que todo el plan se descubriera, que<br />

estallara un jugoso escándalo a gran escala y que todos los miembros implicados<br />

salieran volando por los aires. Pero, al mismo tiempo, Komatsu también era realista y<br />

calculador. Deseos aparte, en realidad no cruzaría los límites de la destrucción así<br />

como así.<br />

Puede que, pasara lo que pasara, Komatsu tuviera posibilidades de salir ileso.<br />

Tengo desconocía los planes del editor para escabullirse. En cualquier caso —tanto si<br />

aquello derivaba en un amenazador escándalo o en la ruina—, el editor sabría sacar<br />

provecho de ello. Era un viejo zorro. No estaba en situación de criticar al profesor

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