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—Me gustaría escucharla.<br />

—Pero, antes de dormir, quizá te dé algo de miedo...<br />

—No importa. Sea como sea, no voy a tener problemas para dormirme.<br />

Tengo cogió la silla que había al lado de la cama, se sentó, juntó los dedos de<br />

ambas manos sobre las rodillas y empezó a relatarle «El pueblo de los gatos», con el<br />

ruido de la tormenta de fondo. Había leído aquel relato dos veces en el tren rápido y<br />

se la había leído a su padre en la habitación de la clínica. Más o menos conocía el<br />

argumento de memoria. No era una historia demasiado intrincada ni escrita con una<br />

bella prosa, fluida y elegante, así que no sintió ningún reparo en modificarla a su<br />

antojo. Y omitiendo partes redundantes y añadiendo anécdotas a su gusto, Tengo le<br />

narró aquella historia a Fukaeri.<br />

Aunque originariamente no era demasiado larga, a Tengo le llevó más tiempo<br />

del que había calculado contarla, pues Fukaeri no paraba de preguntar cada vez que<br />

tenía una duda. Entonces, Tengo interrumpía la historia y contestaba de forma<br />

minuciosa a cada pregunta. Le daba explicaciones sobre detalles del pueblo, el<br />

comportamiento de los gatos y la personalidad del protagonista. Cuando se trataba<br />

de cuestiones que no aparecían en el libro —cosa que ocurría la mayoría de las<br />

veces—, se las inventaba. Igual que cuando había reescrito La crisálida de aire. Fukaeri<br />

parecía completamente absorta en el cuento. Sus ojos ya no se veían somnolientos.<br />

De vez en cuando los cerraba y se imaginaba el pueblo de los gatos. Luego los abría y<br />

apremiaba a Tengo para que siguiera contándole la historia.<br />

Una vez terminada, Fukaeri abrió los ojos como platos y se quedó mirando a<br />

Tengo durante un rato. Como cuando los gatos dilatan las pupilas y observan algo en<br />

la oscuridad.<br />

—Tú fuiste al pueblo de los gatos —le recriminó a Tengo.<br />

—¿Yo?<br />

—Fuiste a tu pueblo de los gatos. Y regresaste en tren.<br />

—¿Eso crees?<br />

Fukaeri, con el edredón de verano subido hasta el mentón, asintió con una<br />

cabezada.<br />

—Tienes razón —dijo Tengo—. Fui al pueblo de los gatos y regresé en tren.<br />

—Te has purificado —preguntó ella.<br />

—¿Purificar? —dijo Tengo. «¿Purificarme?»—. No, creo que todavía no.<br />

—Tienes que hacerlo.<br />

—¿Qué clase de purificación?<br />

Fukaeri no contestó a esa pregunta.

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