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patada en los huevos duele bastante, aunque utilice aparato protector. Permítame<br />

que me vaya, por favor», gritaban ellos. En caso necesario, no dudaría ni un instante<br />

en llevar a la práctica esa técnica que había depurado. «Si algún incauto me atacara,<br />

le enseñaría vivamente cómo es el fin del mundo», había resuelto. «Les haría mirar<br />

de frente el advenimiento del Reino de los Cielos. Los enviaría derechos al hemisferio<br />

sur, con los canguros y los walabíes, y los empolvaría de ceniza radiactiva.»<br />

Mientras reflexionaba sobre el advenimiento del Reino de los Cielos, Aomame se<br />

bebía a pequeños tragos un Tom Collins en la barra de un bar. Fingía esperar a<br />

alguien y a veces miraba el reloj de pulsera, pero en realidad no iba a venir nadie.<br />

Ella sólo buscaba al hombre apropiado entre los clientes que allí se encontraban. El<br />

reloj marcaba las ocho y media. Aomame vestía una blusa azul claro debajo de una<br />

chaqueta de color pardo de Calvin Klein y una minifalda azul marino. Aquel día<br />

tampoco llevaba consigo el picahielos especial. Descansaba en paz dentro de un cajón<br />

del ropero, envuelto en una toalla.<br />

Aquel bar estaba en Roppongi y era conocido como un bar para singles. Era<br />

famoso porque muchos hombres solteros iban en busca de mujeres solteras —y<br />

viceversa. También había numerosos extranjeros. Lo habían decorado por dentro a<br />

imagen de las cantinas que Hemingway frecuentaba en las Bahamas. Un pez espada<br />

decoraba la pared y una red para pescar colgaba del techo. Además había unas<br />

cuantas fotografías de recuerdo de gente que había pescado peces enormes. También<br />

un retrato de Hemingway. Un jovial Papá Hemingway. La gente que acudía a aquel<br />

bar no parecía ser consciente de que ese escritor se había suicidado con un rifle de<br />

caza, atormentado por la adicción al alcohol en sus últimos años de vida.<br />

Aquella noche varios hombres intentaron ligar con Aomame, pero a Aomame no<br />

le gustó ninguno. Un par de estudiantes con pinta de juerguistas también la<br />

llamaron, pero le dio pereza y ni siquiera respondió. Rechazó adusta a un oficinista<br />

de mirada torva de unos treinta y pocos años diciéndole: «Es que estoy esperando a<br />

alguien». Por lo general, los hombres jóvenes no le gustaban. Eran altivos y con<br />

demasiada confianza en sí mismos, aunque no tenían temas de conversación y<br />

resultaban aburridos. Además, en la cama eran desaforados y no sabían disfrutar<br />

realmente del sexo. Prefería a los hombres de mediana edad, una pizca gastados y, a<br />

ser posible, con el pelo un poco ralo. Esos no resultaban soeces y eran limpios.<br />

Además tenían que tener la cabeza de una forma bonita. Pero ese tipo de hombre no<br />

resultaba fácil de encontrar. Por eso requería cierto espacio de transacción.<br />

Aomame soltó un sordo suspiro mientras miraba a su alrededor dentro del local.<br />

¿Por qué no encontraba en este mundo al «hombre adecuado»? Pensó en Sean<br />

Connery. Sólo con imaginarse la forma de su cabeza, ya sentía un dolor sordo en lo<br />

más profundo de su cuerpo. «Si Sean Connery apareciera de improviso por aquí, lo<br />

haría mío a toda costa. Sin embargo, ni que decir tiene que Sean Connery no se va a<br />

asomar por un bar de singles de estilo bahameño en Roppongi.»

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