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Tamaru la esperaba a la entrada. Eran las cinco, pero el sol aún estaba alto y no<br />

había perdido ni un ápice de vigor. Llevaba los zapatos negros de cordobán bien<br />

pulidos, como de costumbre, y la luz se reflejaba en ellos de manera radiante.<br />

Dispersas en el cielo había algunas nubes blancas, pero se hallaban recluidas en un<br />

rincón para no molestar al sol. Aunque todavía era temprano para el final de la<br />

estación de las lluvias, los últimos días se habían sucedido como si fuera pleno<br />

verano. Desde el centro de la arboleda del jardín, podían oírse las cigarras. Su canto<br />

todavía no sonaba muy fuerte, sino más bien discreto, pero resultaba un presagio<br />

certero. Los mecanismos del universo se conservaban igual que siempre. Las cigarras<br />

cantaban, las nubes estivales fluían y los zapatos de piel de Tamaru estaban<br />

impolutos. Sin embargo, por algún motivo, a Aomame le resultaba reconfortante el<br />

hecho de que el mundo se preservara tal y como era, sin ninguna alteración.<br />

—Tamaru —dijo Aomame—, me gustaría charlar un poco contigo. ¿Tienes<br />

tiempo?<br />

—Claro —respondió Tamaru con semblante impertérrito—. Tengo tiempo y<br />

matarlo forma parte de mi trabajo. —Se sentó en la silla de jardín que había al salir<br />

del recibidor. Aomame se sentó en la silla contigua. Como el alero que sobresalía del<br />

tejado obstruía la luz, ambos se hallaban a la sombra. Olía a hierba fresca.<br />

—Ya es verano —dijo Tamaru.<br />

—Las cigarras han comenzado a cantar —añadió Aomame.<br />

—Parece que este año han empezado un poco antes que de costumbre. A partir<br />

de ahora armarán tanto ruido que será hasta molesto para los oídos. Será el mismo<br />

ruido que cuando me alojé en un pueblo cercano a las cataratas del Niágara. Se las<br />

oía sin cesar, de la mañana a la noche. Igual que un millón de cigarras, grandes y<br />

pequeñas, cantando a la vez.<br />

—¿Has estado en las cataratas del Niágara?<br />

Tamaru asintió.<br />

—Era el pueblo más aburrido del mundo. Pasé allí tres días solo, y, aparte de<br />

escuchar el ruido de las cataratas, no había nada más que hacer. Era tan molesto que<br />

ni siquiera podías leer.<br />

—¿Qué pintabas tú allí solo durante tres días?<br />

Tamaru no contestó. Se limitó a hacer un pequeño movimiento negativo con la<br />

cabeza.<br />

Durante un buen rato, Tamaru y Aomame se quedaron en silencio, prestando<br />

atención al sutil canto de las cigarras.<br />

—Quería pedirte un favor —dijo Aomame.<br />

Tamaru pareció mostrarse interesado. Aomame no era de las que solían pedir<br />

favores.

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