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Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL | EL POZO MUERTO<br />

Los trabajos y los días (tercera parte) (1933)<br />

Se nos asignó en la casa <strong>de</strong> mi abuela –Casa-Madre la había yo llamado en unos versos<br />

que sirvieron a Moreno Jimenes para que me lo colgara <strong>de</strong> sobrenombre– un aposento con<br />

piso <strong>de</strong> tierra. Mis tíos se encargaron <strong>de</strong> buscarme unos muebles. El día <strong>de</strong> la boda Fabio<br />

Herrera envió las bebidas y la celebración se hizo en casa <strong>de</strong> Aquiles Cabral.<br />

A los dos días <strong>de</strong> casado volví a reunirme con el grupo, fui más bien a verlos y a saludarlos,<br />

sin la menor intención <strong>de</strong> quedarme con ellos.<br />

Me picaron el amor propio jurando que ya no podían volver a contar conmigo, que Candita<br />

me tenía prohibido –aseguraban– que estuviera en la calle hasta tar<strong>de</strong> <strong>de</strong> la noche.<br />

Bien, me quedé, amargado, pero sin confesarlo, remordida la conciencia, pero sin <strong>de</strong>jarlo<br />

traslucir. Sentía dolor <strong>de</strong> mi cobardía y permanecía con ellos, tratando, en vano, <strong>de</strong> seguir<br />

la conversación, <strong>de</strong> intervenir en las disputas. El ron me caía en el estómago sin hacerme el<br />

menor efecto. Aquella noche hubiera querido emborracharme e hice esfuerzos por lograrlo,<br />

pero no pu<strong>de</strong>.<br />

A las tres <strong>de</strong> la mañana, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la clásica disputa en el parque, cada quien tomó el camino<br />

<strong>de</strong> su casa. No se burlaron <strong>de</strong> mí, o se les olvidó todo lo que al principio habían dicho.<br />

La puerta <strong>de</strong> la calle, cuando faltaba alguien por llegar, no se cerraba. Sencillamente<br />

le ponían una piedra para que el viento no la abriera. Empujé con muchísimo cuidado,<br />

saltándome el corazón aunque me preguntaba por qué. Allí estarían mi padre y mi madre,<br />

podían reprocharme la acción, y estaría Candita, <strong>de</strong>spierta, inundada en lágrimas, sentada<br />

en la cama, pensando que quizás me habían matado, que me había atropellado un auto, que<br />

estaba preso por escándalo o por lo que fuera.<br />

Cerré la puerta. La aldaba estaba muy fría. Procurando no tropezar con los muebles<br />

<strong>de</strong> la sala me dirigí a mi cuarto. No tenía puerta sino una tosca cortina. Me <strong>de</strong>slicé <strong>de</strong>l otro<br />

lado. Oí la respiración regular <strong>de</strong> Candita. Nadie me había sentido ni nadie me aguardaba y<br />

aquello me produjo un hondo <strong>de</strong>sencanto como si <strong>de</strong> pronto me hubiera quedado solo en un<br />

mundo en don<strong>de</strong> todos dormían un sueño más profundo que el sueño <strong>de</strong> todos los días.<br />

Mi padre enfermó a los pocos meses <strong>de</strong> mi matrimonio. Sin trabajo fijo había estado<br />

recorriendo los pueblos <strong>de</strong>l Sur, vendiendo un libro suyo. Tuvo, primero, una amibiasis,<br />

y se recuperó, pero poco tiempo <strong>de</strong>spués no pudo abandonar la cama. El vientre le crecía<br />

y las venas se <strong>de</strong>stacaban, azules y gruesas, sobre la brillante piel blanca. “Es la Cabeza<br />

<strong>de</strong> la Medusa” me dijo uno <strong>de</strong> los médicos que lo vio, y me explicaba: “al cerrar la vena<br />

porta la circulación trata <strong>de</strong> establecerse por otros caminos, y escoge, principalmente, las<br />

vías que están cerca <strong>de</strong> la piel. El diagnóstico era: cirrosis hepática <strong>de</strong> origen amibiano. El<br />

pronóstico terrible.<br />

No teníamos un centavo. El periódico <strong>de</strong> mi padre El Esfuerzo, un interdiario, como él no<br />

lo podía aten<strong>de</strong>r, era más bien un ancho hueco por don<strong>de</strong> se nos iban los pocos pesos que<br />

reuníamos con nuestros sueldos. Casi no se le pagaba al linotipista, ni al prensista.<br />

El mal se agravaba. Era necesario hacerte punciones en el vientre, para que pudiera respirar<br />

mejor. El peso <strong>de</strong> tanto líquido contenido allí empujaba a los pulmones y la respiración<br />

se hacía angustiosa. Sabíamos que la vida se iba en aquel chorro amarillento <strong>de</strong> suero, pero<br />

él no podía soportarlo.<br />

Caminábamos por la casa como fantasmas. En la calle, en el trabajo, que no podíamos<br />

abandonar, estábamos siempre sobresaltados. El timbre <strong>de</strong>l teléfono, que antes hacía saltar<br />

<strong>de</strong> alegría mi corazón cuando estaba en la oficina, me cortaba la respiración.<br />

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