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Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL | EL POZO MUERTO<br />

con canalete o remo, le imprimieron violentos movimientos que hicieron gritar miedosos<br />

a los niños.<br />

Mi padre, rojo <strong>de</strong> ira, sacó el revólver:<br />

—Si vuelven a hacer eso les meto una bala en la cabeza.<br />

Seguimos a<strong>de</strong>lante como si el río fuera un manso lago <strong>de</strong> aceite.<br />

En Barahona <strong>de</strong>scubrí el mar, las montañas y todo lo que ocultan en su seno.<br />

Por las mañanas el oscuro zafiro <strong>de</strong> las aguas y lejos el azul añil <strong>de</strong> El Curro con su tizosa<br />

cenefa. Las playas <strong>de</strong> blanca arena <strong>de</strong> Punta Inglesa, los acogedores cocales <strong>de</strong> La Saladilla, la<br />

variación <strong>de</strong> los colores, <strong>de</strong> las aguas y <strong>de</strong> las tierras lejanas, con los cambios <strong>de</strong>l sol.<br />

Fui al Bahoruco. Conocí <strong>de</strong> cerca los cafetales, aprendí a gustar <strong>de</strong>l guineo ver<strong>de</strong> salcochado,<br />

las <strong>de</strong>licias <strong>de</strong>l pan viejo, la gama <strong>de</strong> sabores <strong>de</strong> las carnes saladas en casa <strong>de</strong> Juan<br />

Guiliani. Dormí, por vez primera, arrebujado en una frazada gruesa, perseguíamos, por<br />

entre las yerbas empapadas <strong>de</strong> rocío, los mulos <strong>de</strong> la recua, los caballos <strong>de</strong> silla, con los<br />

Cuello y con Juan.<br />

Presencié las sanas, y a mí me lo parecieron entonces, y eran inocentes, tremendas bacanales<br />

<strong>de</strong> los corsos propietarios <strong>de</strong> los cafetales <strong>de</strong>l contorno: en el fondo <strong>de</strong> una gran pila<br />

<strong>de</strong> cemento cuadrado bajaron un ataúd. Hacía rato que bebían, cantando, cerveza que se<br />

enfriaba entre las piedras <strong>de</strong> un arroyito que por allí pasaba.<br />

Uno había llegado a ese grado <strong>de</strong> la borrachera en que no se pue<strong>de</strong> estar ni en pie ni<br />

<strong>de</strong>spierto. Lo colocaron <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong>l ataúd. Los otros, vestidos con negros trajes que les prestaron<br />

las mujeres <strong>de</strong> los peones, empezaron una salmodia con velas en las manos dando<br />

vueltas, lentamente, alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong>l ataúd. De cuando en cuando uno abandonaba el círculo,<br />

se agachaba, agarraba una botella y bebía para volver a su puesto. Aquello se hizo largo y<br />

nos mandaron a acostar.<br />

Tuve pesadilla esa noche.<br />

Con un grupo <strong>de</strong> amigos fundé un semanario que dirigí. Nada menos que Partenón. Lo hacíamos<br />

mi hermano Sixto y yo en la imprenta <strong>de</strong> mi papá que editaba un diario, El Esfuerzo.<br />

El amor me clavó su espina <strong>de</strong>leitosa, escribía versos a escondidas y leía furiosamente.<br />

Pedimos toda la Colección <strong>de</strong> las Gran<strong>de</strong>s Novelas <strong>de</strong> Sopena. Una vez leídas las vendíamos<br />

para encargar más.<br />

A las doce <strong>de</strong> la noche mi madre entraba al aposento y nos apagaba la luz.<br />

—Mañana hay que ir a la escuela.<br />

Mi hermano Sixto y yo nos quedábamos quietos. La puerta se cerraba. Los pasos se iban<br />

apagando, y ya seguros <strong>de</strong> que mi madre se había acostado volvíamos a encen<strong>de</strong>r la luz y<br />

leíamos hasta la madrugada.<br />

Empecé a tener fiebres, a vomitar. Paludismo. A veces, en plena clase –mi compañero<br />

<strong>de</strong> banco era Ramón Marrero Aristy– sentía los escalofríos, pedía permiso a la maestra y<br />

salía corriendo hacia la playa que estaba, nada más calle por medio, junto a unos cocoteros<br />

pelados por el viento y por las pedradas.<br />

Me echaba al agua, me calmaba un poco, pero luego venía, ola <strong>de</strong> fuego, la fiebre.<br />

Hubo que mandarme a Baní. No valieron ni las pócimas amargas ni las inyecciones.<br />

Regresé a Baní un poco <strong>de</strong>rrotado, pero muy orgulloso <strong>de</strong> mi primer traje <strong>de</strong> casimir<br />

inglés, que mi padre me compró para apagar un poco la pena <strong>de</strong> la <strong>de</strong>spedida. Me dio, a<strong>de</strong>más,<br />

dos monedas, americanas, <strong>de</strong> cincuenta centavos. Me sentía rico, pero al llegar a Baní<br />

sólo encontré una. Lloraba y buscaba, lloraba y me sentía profundamente <strong>de</strong>sgraciado hasta<br />

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