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Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

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HERIBERTO PIETER | AUTOBIOGRAFÍA<br />

primeros en sufrir la epi<strong>de</strong>mia. Los otros, entre ellos un médico español, salieron huyendo<br />

<strong>de</strong> allí con sus respectivas familias. Todos los habitantes estaban atendidos por mí i por dos<br />

benévolos amigos i ayudantes míos: el joven Mario Estrada i el cochero Chuchú Taveras.<br />

No reposábamos sino lo escasamente necesario para evitarnos el cansancio que nos<br />

podría hacer daño durante esa plaga. Muchas <strong>de</strong>cenas <strong>de</strong> casos graves sufrían <strong>de</strong> pulmonía,<br />

complicada con el maligno estreptococo. Recordé el tratamiento <strong>de</strong> la fiebre puerperal<br />

estreptocóccica usado en Lyon, Francia, i lo apliqué, modificado, a los casos que se me<br />

presentaban amenazándolos <strong>de</strong> muerte. Con inyecciones subcutáneas <strong>de</strong> alcanfor i esencia<br />

<strong>de</strong> trementina ordinaria salvé a <strong>de</strong>cenas <strong>de</strong> atacados ya para morir. Sólo sucumbió uno <strong>de</strong><br />

ellos: Petit Frére Lalane, un acomodado i honesto comerciante, mi buen amigo, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que<br />

ejercí la profesión en Samaná. También usé unas cápsulas que contenían azufre, sulfato <strong>de</strong><br />

quinina i benzoato <strong>de</strong> soda. Me atrevo a <strong>de</strong>cir que con esos tratamientos i ardientes baños<br />

<strong>de</strong> pies con mostaza, alcancé un romedio <strong>de</strong> salvación superior a otro. No sucedió así en la<br />

población rural ni entre los internados en la cárcel <strong>de</strong> la ciudad, carentes <strong>de</strong> la infatigable<br />

asistencia que arriba he <strong>de</strong>scrito. Tanto en unos como en otros <strong>de</strong> los sitios <strong>de</strong>scuidados <strong>de</strong><br />

auxilio médico, la mortalidad fue tremenda. ¿Había la misma falta <strong>de</strong> buena asistencia en<br />

el cuartel <strong>de</strong> la tropa yankee <strong>de</strong>stacada en San Fco. <strong>de</strong> Macorís, en don<strong>de</strong> las <strong>de</strong>funciones<br />

eran relativamente tan numerosas como las citadas en los parajes rurales macorisanos? Tuve<br />

la satisfacción <strong>de</strong> haber sido llamado a socorrer a los militares yankees cuando el médico<br />

que los atendía cayó enfermo. También asistí a los presidiarios internados en la cárcel, en<br />

quienes se notó recru<strong>de</strong>scencia en la letalidad <strong>de</strong> esos militares.<br />

Acabo <strong>de</strong> señalar la penitenciaría <strong>de</strong> San Fco. <strong>de</strong> Macorís. Es necesario abrir aquí un<br />

paréntesis en don<strong>de</strong> disentiré <strong>de</strong> uno <strong>de</strong> los episodios más arriesgados en el cual mis<br />

<strong>de</strong>sleales colegas <strong>de</strong> allá emplearon para <strong>de</strong>struirme. En uno <strong>de</strong> los tantos disturbios<br />

políticos que sucedían en esa rejión (antes <strong>de</strong> la invasión americana), la cárcel –ciuda<strong>de</strong>la<br />

<strong>de</strong> San Fco. <strong>de</strong> Macorís– fue incendiada con el objeto <strong>de</strong> hacerla <strong>de</strong>salojar por sus <strong>de</strong>fensores.<br />

Aquella fue una noche <strong>de</strong> terror en todo el pueblo. Mi vecino, el Licdo. Moya i su<br />

esposa, que habitaban en una casa <strong>de</strong> mampostería, nos invitaron para que mi familia i<br />

yo nos alojáramos en su morada. Sin per<strong>de</strong>r minuto fuimos allá, en don<strong>de</strong> encontramos<br />

a Pablo Pichardo i su familia, i también a mi profesor <strong>de</strong> inglés, Mister Anthonyson. Allí,<br />

bajo el ruido <strong>de</strong> cañones i otras armas <strong>de</strong> guerra, supimos <strong>de</strong>l incendio ocurrido en dicha<br />

fortaleza. Al otro día Moya i yo fuimos a fotografiar las ruinas humeantes i los muertos<br />

que aún yacían abandonados. Entre los fallecidos figuraba el <strong>de</strong>ntista John Molina, jefe <strong>de</strong><br />

los <strong>de</strong>rrotados. Este joven fue mi querido condiscípulo en la escuela La Fe. Entre mi vecino,<br />

otros <strong>de</strong> nuestros amigos i yo, recojimos los heridos e hicimos otras dilijencias propias <strong>de</strong><br />

esos momentos calamitosos.<br />

Algunos días <strong>de</strong>spués las tropas vencedoras <strong>de</strong> aquella noche entraron victoriosas. No<br />

tardé en <strong>de</strong>dicarme a asistir a los nuevos heridos. En esa faena se me enfrentó un sujeto<br />

vociferando: “¡Este fue quien pegó fuego a la cárcel!”, amenazándome con una carabina. Le<br />

arrebaté el arma. Dos <strong>de</strong> sus compañeros, conocidos míos, evitaron que ese lance terminara<br />

en una trajedia. Sin embargo, me llevaron a la cárcel. Después <strong>de</strong> pasar un rato en un salón<br />

me introdujeron en una <strong>de</strong> las mazmorras, tan estrecha que apenas nadie podía echarse<br />

a dormir. Una hora <strong>de</strong>spués metieron allí a un carpintero a quien yo estaba asistiendo <strong>de</strong><br />

tuberculosis. Llamé a un custodio i le expliqué mi situación. Entonces, afortunadamente,<br />

apareció el Jral. Lico Pérez, mi viejo amigo i <strong>de</strong>fensor durante mi servicio militar en Santo<br />

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