Crítica y Arte. Filosofía - Banco de Reservas

COLECCIóN pENSAMIENtO DOMINICANO | Vo l u m e n IV | CRítICA DE LItERAtURA y ARtE. FILOSOFíA
años después de haber regresado de Santo Domingo a España. Fue entonces cuando publicó
Los cigarrales de Toledo, y a esa obra subsiguió en 1627 la primera parte de sus comedias.
pero ya cuando tirso visitó a Santo Domingo se había iniciado la decadencia de la colonia,
cuyas prerrogativas alcanzaban cada día un radio más reducido. Desde la segunda
mitad del siglo xVI es precaria la vida de la colonia, un tanto olvidada por la metrópoli, cuya
atención se concentraba en los grandes virreinatos, como México y el perú, fuente de riqueza
y asiento de poderío. Considerablemente disminuida la población, pues lo que quedaba de
la raza indígena, seguía extinguiéndose rápidamente, la corona adoptó una medida llamada
a agravar la situación de la isla: la devastación de poblaciones enteras, que se llevó a cabo
en 1605 y 1606, de acuerdo con opiniones sustentadas por el gobernador Antonio Osorio y
por el escribano baltasar López de Castro. Ahí tuvo su origen el más grave de todos los problemas
confrontados por el pueblo dominicano a lo largo de su historia: el fraccionamiento
de la isla en dos porciones regidas por potencias diferentes.
En 1603 dictó Felipe III una Real Orden mandando que se despoblaran y destruyeran
las ciudades costeras de puerto plata, bayajá y La yaguana, en atención a que, distantes de
la capital esos puertos y difíciles de supervigilar, se habían convertido en focos de contrabando
y de comercio ilícito con herejes, contraviniendo así la política comercial y la política
religiosa de la corona. El Arzobispo fray Agustín Dávila padilla (1562-1604), –mexicano
ilustre que tenía a su cargo la Mitra de Santo Domingo–, había señalado el único remedio
lógico que podía adoptarse frente a esa conducta ilegal: habilitar para el comercio alguno de
los puertos de la costa atlántica del norte de la isla, pues el único puerto comercial autorizado
por el sistema del monopolio mercantil era el de la capital, al sur, y era casi imposible
conducir allí los frutos de las zonas más productoras del país, las que para no perecer se
acogían al contrabando y al comercio ilícito. La corona, sin embargo, adoptó el opuesto parecer
del gobernador Antonio Osorio, que recomendaba la supresión de esas poblaciones.
Contra el criterio de la Real Audiencia, del Cabildo de Santo Domingo y de los vecinos más
prominentes, y sin ajustarse a los términos de la Real Orden, que le ordenaba proceder “con
mayor suavidad, comodidad, brevedad, y mesura”, Osorio devastó en 1605 por el hierro y
el fuego aquellas tres ciudades, además de la de Montecristi, y señaló a sus moradores otros
lugares más próximos a la capital y más alejados de la costa, para establecer en ellos nuevas
poblaciones. Al siguiente año, 1606, contando con la aprobación de la corona, extendió a
otros pueblos y ciudades su afán de destrucción.
Dos resultados inmediatos y funestos produjo la devastación llevada a cabo por Osorio:
uno, el embarque de los vecinos de la yaguana para Cuba, primera vez que se dio en la isla
el caso de que emigraran en masa familias enteras, –fenómeno que se reprodujo en épocas
de mayores vicisitudes–, y otro, la cruenta sublevación que encabezó hernando Montero
en el valle de guaba y terminó con la ejecución y descuartizamiento de su cabecilla, pues
Osorio reprimió esa protesta de modo implacable.
pero aparte de esas consecuencias inmediatas, la disparatada disposición ejecutada
por Osorio estaba llamada a producir, en el correr del tiempo, resultados más graves aun
para la colonia. Las devastaciones de Osorio dejaron despoblada toda la parte occidental
de la isla y especialmente su costa norte, que da al Atlántico. tal como lo previo el Cabildo
de Santo Domingo cuando en agosto de 1604 se opuso a esa medida, –por medio de un
razonado Memorial de cuya preparación y presentación al gobernador, para remitirlo a la
corona, quedaron encargados, como comisarios, el alcalde Francisco pimentel y el regidor
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