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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-1 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>13</strong>:<strong>59</strong> <strong>Página</strong> 100<br />

Mary Shelley<br />

Que Idris, nacida de cuna principesca, rodeada de riquezas y<br />

de lujos, hubiera venido hasta mi casa desafiando la tormentosa<br />

noche de invierno, abandonando su regia morada y, de pie junto<br />

a mi puerta, me rogara que huyera con ella cruzando la oscuridad<br />

y la ventisca debía de ser, sin duda, un sueño; pero su tono desesperado,<br />

la contemplación de su belleza, me aseguraban que no se<br />

trataba de ninguna visión. Mirando con aprensión a su alrededor,<br />

como si temiera que pudieran oírla, susurró:<br />

–He descubierto que mañana –es decir, hoy–, antes del amanecer,<br />

unos extranjeros, austriacos, mercenarios, vendrán para llevarme<br />

a Alemania, o a una cárcel, o a casarme, o a lo que sea, lejos de<br />

ti y de mi hermano. ¡Llévame contigo o pronto estarán aquí!<br />

Su vehemencia me asustaba y supuse que, en su relato incoherente<br />

debía de haberse colado algún error. Pero no vacilé en obedecerla.<br />

Había llegado sola desde el castillo, a tres millas de distancia,<br />

de noche, desafiando la ventisca. Debíamos llegar hasta<br />

Englefield Green, a una milla y media de donde nos encontrábamos,<br />

para tomar el carruaje. Me dijo que había conservado las<br />

fuerzas y el valor hasta llegar a mi casa, pero que ahora ambos le<br />

fallaban. Apenas podía caminar. A pesar de sujetarla yo, no se<br />

sostenía y, cuando llevábamos recorrida media milla, tras muchas<br />

paradas y desvanecimientos momentáneos en los que tiritaba de<br />

frío, se separó de mi abrazo sin que yo pudiera evitarlo y cayó sobre<br />

la nieve, y entre un torrente de lágrimas declaró que debía llevarla<br />

yo, que no podía seguir por su propio pie. La levanté en<br />

brazos y apoyé su cuerpo frágil contra mi pecho. No sentía más<br />

carga que las emociones contrarias que contendían en mi interior.<br />

Una creciente alegría me dominaba. Sus miembros helados me<br />

rozaban como torpedos, y yo también temblaba, sumándome a<br />

su dolor y a su espanto. Su cabeza reposaba en mi hombro, su<br />

aliento me ondulaba los cabellos, su corazón latía cerca del mío,<br />

la emoción me hacía estremecer, me cegaba, me aniquilaba...<br />

Hasta que un lamento acallado, que surgía de sus labios, o el castañetear<br />

de sus dientes, que trataba en vano de reprimir, o alguna<br />

de las otras señales del sufrimiento que padecía, me devolvían a<br />

la necesidad de apresurarme a socorrerla. Finalmente pude anunciarle:<br />

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