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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 297<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

La muerte, cruel e implacable, había traspasado ya sus muros.<br />

Una vieja criada, que había cuidado a Idris de niña y vivía con<br />

nosotros más como familiar reverenciada que como doméstica,<br />

había acudido días antes a visitar a una hija casada que vivía en<br />

las inmediaciones de Londres. La noche de su regreso enfermó de<br />

peste. Idris había heredado algunos rasgos del carácter altivo e<br />

inflexible de la condesa de Windsor. Aquella buena mujer había<br />

sido para ella como una madre, y sus lagunas de educación y conocimiento,<br />

que la convertían en un ser humilde e indefenso, nos<br />

la hacían más querida y la favorita de los niños. Así, a mi llegada<br />

–y no exagero– encontré a mi amada esposa enloquecida por<br />

el miedo y la tristeza. Desesperada, no se separaba del lado de la<br />

enferma, a la que no tranquilizaba ver a los pequeños, pues temía<br />

infectarlos. Mi llegada fue como el avistamiento de la luz de un<br />

faro para unos navegantes que trataran de sortear un peligroso<br />

cabo. Idris compartió conmigo sus terribles dudas y, fiándose de<br />

mi juicio, se sintió confortada por mi participación en su dolor.<br />

Pero el aya no tardó en expirar, y a la angustia de mi amada por<br />

la incertidumbre le siguió un hondo pesar, que, aunque más doloroso<br />

al principio, sucumbía más fácilmente a mis intentos de<br />

consolarla. <strong>El</strong> sueño, bálsamo soberano, consiguió sumergir sus<br />

ojos llorosos en el olvido.<br />

Idris dormía. La quietud invadía el castillo, cuyos habitantes<br />

habían sido conminados a reposar. Yo estaba despierto, y durante<br />

las largas horas de aquella noche muerta, mis pensamientos rodaban<br />

en mi cerebro como diez mil molinos rápidos, agudos, indomables.<br />

Todos dormían –toda Inglaterra dormía–; y desde mi<br />

ventana, ante la visión del campo iluminado por las estrellas, vi<br />

que la tierra se extendía plácida, reposada. Yo estaba despierto,<br />

vivo, mientras el hermano de la muerte se apoderaba de mi raza.<br />

¿Y si la más poderosa de aquellas deidades fraternales dominara<br />

a la otra? En verdad, y por paradójico que resulte, el silencio de<br />

la noche atronaba en mis oídos. La soledad me resultaba intolerable.<br />

Posé la mano sobre el corazón palpitante de Idris y acerqué<br />

el oído a su boca para sentir su aliento y cerciorarme de que<br />

seguía existiendo. Dudé un instante si debía despertarla, pues un<br />

terror femenino invadía todo mi cuerpo. ¡Gran Dios! ¿Habrá de<br />

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