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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-1 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>13</strong>:<strong>59</strong> <strong>Página</strong> 170<br />

Mary Shelley<br />

yo defendía eran los mejores, pero negaba que fueran los únicos.<br />

Recurriendo a una cita del Libro: «En la casa de mi padre muchas<br />

moradas hay»,* insistía en que los modos de llegar a ser bueno,<br />

o grande, variaban tanto como las disposiciones de los <strong>hombre</strong>s,<br />

de quienes podía decirse que, como las hojas de los árboles del<br />

bosque, no había dos iguales.<br />

Llegamos a Londres sobre las once de la noche. A pesar de lo<br />

que habíamos oído, creíamos que lo hallaríamos en Saint Stephen,<br />

y allí nos dirigimos. La cámara estaba llena, pero del Protector<br />

no había ni rastro, y en los semblantes de los dirigentes<br />

asomaba un contenido malestar que, combinado con los susurros<br />

y los comentarios quedos de sus inferiores, no hacían presagiar<br />

nada bueno. Nos dirigimos con presteza al palacio del Protectorado,<br />

donde hallamos a Raymond con otras seis personas. Las<br />

botellas circulaban alegremente y su contenido ya había logrado<br />

entorpecer el entendimiento de una o dos de ellas. <strong>El</strong> que había<br />

tomado asiento junto a Raymond contaba una historia que causaba<br />

las risotadas convulsas de los demás.<br />

Aunque Raymond se hallaba sentado entre ellos y participaba<br />

de la animación de la velada, no desertaba de su natural dignidad.<br />

Podía mostrarse alegre, jocoso, encantador, pero no iba más allá<br />

del decoro natural ni del respeto que se debía a sí mismo, por más<br />

atrevidos que fueran sus agudos comentarios. Sin embargo reconozco<br />

que, teniendo en cuenta la tarea que había asumido al convertirse<br />

en Protector de Inglaterra, y las obligaciones que le correspondía<br />

atender, sentí una creciente consternación al observar<br />

a las personas indignas con las que malgastaba su tiempo, así<br />

como su espíritu jovial, por no decir ebrio, que parecía a punto de<br />

despojarlo de lo mejor de sí mismo. Permanecí de pie, contemplando<br />

la escena, mientras Adrian avanzaba como una sombra<br />

entre los presentes y, con una sola palabra y una mirada sobria,<br />

trataba de restaurar el orden en la reunión. Raymond se mostró<br />

encantado de verlo y lo invitó a sumarse a la velada festiva.<br />

La reacción de Adrian me enfureció, pues aceptó sentarse a la<br />

misma mesa que los compañeros de Raymond, <strong>hombre</strong>s de ca-<br />

* Evangelio según san Juan, 14: 2. (N. del T.)<br />

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