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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-1 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>13</strong>:<strong>59</strong> <strong>Página</strong> 253<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

que nos acercaba a aquellos desastres era la llegada diaria de buques<br />

procedentes del Medio Oriente llenos de emigrantes, en su<br />

mayoría ingleses. Pues los musulmanes, aunque el miedo a la<br />

muerte estuviera muy extendido entre ellos, se mantenían en su<br />

sitio, juntos, en la creencia de que, si habían de morir (y, si ello<br />

ocurría, la muerte acudiría a su encuentro lo mismo en mar abierto,<br />

en la lejana Inglaterra o en Persia), si habían de morir, era preferible<br />

que sus huesos descansaran en una tierra sacramentada<br />

por los restos de verdaderos creyentes. La Meca no se había visto<br />

jamás tan rebosante de peregrinos, pues hasta los árabes renunciaban<br />

al pillaje de las caravanas y, humildes y desarmados,<br />

se unían a las procesiones, rezando a Mahoma para que alejara la<br />

peste de sus campamentos y sus desiertos.<br />

No acierto a describir la alegría que sentía cuando, apartándome<br />

tanto de las trifulcas políticas de mi país como de los males<br />

físicos que acechaban aquellos lugares remotos, regresaba a mi<br />

amado hogar, a la morada selecta de bondad y amor, a la paz y<br />

al intercambio de toda sagrada comprensión. Si nunca hubiera<br />

abandonado Windsor, mis emociones no habrían alcanzado la<br />

misma intensidad. Pero en Grecia había sido presa del miedo y<br />

los cambios deplorables. En Grecia, tras un periodo de angustia<br />

y pesar, había visto partir a dos seres cuyos nombres eran símbolo<br />

de grandeza y virtud. Ahora, no iba a permitir que aquellas<br />

desgracias se inmiscuyeran en mi círculo doméstico en el que, rodeados<br />

de nuestro querido bosque, vivíamos tranquilos. <strong>El</strong> paso<br />

de los años, sin duda, provocaba pequeños cambios en nuestro<br />

refugio. Y el tiempo, como es su costumbre, grababa las señales<br />

de la mortalidad en nuestros placeres y expectativas.<br />

Idris, la esposa, hermana y amiga más afectuosa, era una madre<br />

tierna y abnegada. Para ella, a diferencia de lo que sucedía<br />

con muchas, aquellos sentimientos no eran un pasatiempo, sino<br />

una pasión. Habíamos tenido tres hijos. <strong>El</strong> segundo de ellos murió<br />

mientras yo me hallaba en Grecia. Aquella pérdida tiñó de pesadumbre<br />

y temor las emociones triunfantes y arrobadas de su<br />

maternidad. Antes de que aquello sucediera, los tres pequeños<br />

nacidos de sus entrañas, jóvenes herederos de su vida efímera, parecían<br />

poseedores de una existencia inquebrantable. Ahora, sin<br />

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