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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-1 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>13</strong>:<strong>59</strong> <strong>Página</strong> 200<br />

Mary Shelley<br />

partidos, todas sus emociones se impregnaban de un elemento<br />

coincidente y balsámico.<br />

Llegamos a Kishan el séptimo día de julio. Durante el trayecto<br />

el tiempo había sido benigno. Todos los días, antes del amanecer<br />

abandonábamos el campamento nocturno y veíamos retirarse<br />

las sombras de valles y colinas y acercarse el esplendor dorado<br />

del sol. Los soldados que nos acompañaban saludaban con la vivacidad<br />

propia de su país la visión de las bellezas naturales. La<br />

salida del astro del día se recibía con cantos triunfantes, mientras<br />

las aves, con sus trinos, completaban los intervalos de la música.<br />

A mediodía plantábamos las tiendas en algún valle sombreado o<br />

bajo el palio de algún bosque encajonado entre montañas, en el<br />

que algún riachuelo, conversando con los guijarros, nos inducía<br />

al sueño reparador. Nuestro avance vespertino, más pausado, resultaba<br />

sin embargo más agradable que el de la mañana, cuando<br />

los ánimos se hallaban más exaltados. Si la banda de música tocaba,<br />

instintivamente escogía piezas de más moderada pasión: al<br />

adiós del amor, al lamento de la ausencia seguía algún himno solemne<br />

que armonizaba con la encantadora serenidad del atardecer<br />

y elevaba el alma hacia ideas nobles y religiosas. A menudo,<br />

no obstante, todo sonido quedaba en suspenso para que pudiéramos<br />

deleitarnos con el canto del ruiseñor, mientras las luciérnagas<br />

danzaban con su brillo y el suave lamento del aziolo* anunciaba<br />

buen tiempo a los viajeros. ¿Cruzábamos un valle? Suaves<br />

sombras nos engullían y las peñas se teñían de hermosos colores.<br />

Si atravesábamos una montaña, Grecia, mapa viviente, se extendía<br />

abajo, sus célebres pináculos rasgando el éter, sus ríos tejiendo<br />

con hilo de plata la tierra fértil. Casi temerosos de respirar,<br />

nosotros, viajeros ingleses, contemplábamos con éxtasis ese paisaje<br />

espléndido, tan distinto a los tonos sobrios y a las gracias<br />

melancólicas de nuestra tierra natal. Cuando abandonamos Macedonia,<br />

las fértiles llanuras de Tracia nos depararon menos bellezas,<br />

aunque el viaje siguió resultando interesante. Una avanzadilla<br />

informaba de nuestra llegada y las gentes campesinas no<br />

* Especie de búho de plumaje fino. P.B. Shelley escribió un poema titulado<br />

«The Aziola». (N. del T.)<br />

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