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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> <strong>28</strong>0<br />

Mary Shelley<br />

para trasladarse a otro lugar desertaban de la ciudad. En cambio<br />

él, mi hermano, se veía expuesto a los peligros de los que huían<br />

todos, salvo los esclavos encadenados por las circunstancias.<br />

Adrian, desprotegido el flanco, solo en sus esfuerzos, permanecía<br />

para combatir al enemigo. La infección podía haberle alcanzado<br />

y moriría desatendido y sin compañía. Aquellas ideas me perseguían<br />

día y noche. Decidí trasladarme a Londres para verlo y, de<br />

ese modo, aplacar mi agonía con la dulce medicina de la esperanza<br />

o con el láudano de la desesperación.<br />

Hasta que llegué a Brentford no percibí demasiados cambios<br />

en la faz del país. Las casas más nobles se veían cerradas a cal y<br />

canto. <strong>El</strong> tráfago habitual de la ciudad languidecía. Los pocos<br />

peatones con los que me crucé avanzaban con paso nervioso y<br />

observaban mi carruaje asombrados: era el primero que veían<br />

circular en dirección a Londres desde que la peste se había apoderado<br />

de sus locales selectos y sus calles comerciales. Varios funerales<br />

salieron a mi encuentro, muy poco concurridos, y quienes<br />

los presenciaban los veían como malos augurios. Algunos observaban<br />

aquellas procesiones con gran interés, otros huían discretamente<br />

y había quien rompía en sollozos.<br />

La principal misión de Adrian, después del auxilio inmediato<br />

de los enfermos, había sido camuflar los síntomas y el avance de<br />

la epidemia entre los habitantes de Londres. Sabía que el miedo y<br />

los malos presagios eran poderosos asistentes de la enfermedad;<br />

que la desesperanza y la obsesión hacían al <strong>hombre</strong> particularmente<br />

sensible al contagio. Por ello en la ciudad no se apreciaban<br />

cambios notables: las tiendas, por lo general, seguían abiertas,<br />

y hasta cierto punto la gente seguía desplazándose. Pero, a pesar<br />

de que se evitaba que la ciudad mostrara aspecto de lugar contaminado,<br />

a mis ojos, que no la habían contemplado desde el<br />

inicio del brote, Londres sí había cambiado. Ya no circulaban<br />

carruajes y en las calles la hierba había crecido considerablemente.<br />

Al aspecto desolado de las casas, con la mayoría de las<br />

contraventanas cerradas, se sumaba la expresión asustada de la<br />

gente con la que me cruzaba, muy distinta del habitual gesto<br />

apresurado de los londinenses. Mi vehículo solitario atraía las<br />

miradas en su avance hacia el palacio del Protectorado. Las ca-<br />

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