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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 489<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

luz que la que se abra paso, parpadeante y roja, a través de una<br />

única grieta y tiña la página que lees con el tono siniestro de la<br />

muerte.<br />

En mi mente habita una dolorosa confusión que se niega a delinear<br />

con claridad los hechos sucesivos. A veces la sonrisa radiante<br />

y bondadosa de mi amigo aparece ante mí y siento que su<br />

luz se expande y llena la eternidad. Pero luego, de nuevo, oigo los<br />

<strong>último</strong>s estertores…<br />

Abandonamos Como y, en cumplimiento del mayor deseo de<br />

Adrian, nos dirigimos a Venecia en nuestro camino hacia Roma.<br />

Había algo en esa ciudad entronizada en una isla, rodeada<br />

de mar, que resultaba particularmente atractiva a los ingleses.<br />

Adrian no la había visitado antes. Descendimos en barca siguiendo<br />

los cursos del Po y el Brenta. De día el calor resultaba insoportable,<br />

de modo que descansábamos en los palacios que hallábamos<br />

junto a las orillas y viajábamos de noche, cuando la<br />

oscuridad borraba las orillas y difuminaba nuestra soledad;<br />

cuando la luna errante iluminaba las ondas que se dividían al<br />

paso de la proa y la brisa nocturna hinchaba nuestras velas, y el<br />

murmullo de la corriente, el rumor de los árboles y el crujir de la<br />

lona se unían en armoniosa cadencia. Clara, presa del dolor durante<br />

tanto tiempo, había abandonado en gran medida su tímida<br />

reserva y recibía nuestras atenciones agradecida y tierna. Cuando<br />

Adrian, con fervor poético, declamaba sobre las gloriosas naciones<br />

de los muertos, sobre la tierra hermosa y el destino del <strong>hombre</strong>,<br />

ella se acercaba a él, sigilosa, y se empapaba de sus palabras<br />

con mudo placer. Desterrábamos de nuestras conversaciones, y<br />

en la medida de lo posible de nuestras mentes, la idea de nuestra<br />

desolación. Y al habitante de cualquier ciudad, a quien morara<br />

entre una multitud ajetreada, le resultaría increíble constatar hasta<br />

qué punto lo lográbamos. Como un <strong>hombre</strong> confinado en una<br />

mazmorra, cuya única rendija de luz, minúscula y cubierta por<br />

una reja, oscurece al principio, más si cabe, la escasa claridad,<br />

hasta que el ojo se acostumbra a ella y el preso, adaptándose a su<br />

escasez, descubre que un mediodía luminoso visita su celda, así<br />

nosotros, tríada única sobre la faz de la tierra, nos multiplicábamos<br />

unos a otros hasta alcanzar la totalidad. Nos alzábamos co-<br />

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