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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 443<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

tor egoísta, de modo que poco habría de dolernos alejarnos de los<br />

jardines, los bosques y los palacios de los Borbones en Versalles<br />

que, según creíamos, no tardarían en verse manchados por la<br />

muerte, sobre todo porque ansiábamos llegar a unos valles más<br />

encantadores que cualquier jardín, a estancias y bosques construidos<br />

no para la majestad mortal sino para la naturaleza, por<br />

muros los Alpes de blancor marmóreo, por tejado el cielo.<br />

Y sin embargo nuestros ánimos flaqueaban a medida que se<br />

acercaba el día que habíamos fijado para nuestra partida. Visiones<br />

de penurias y malos augurios, si tales cosas existían, proliferaban<br />

a nuestro alrededor, de modo que por más que los <strong>hombre</strong>s,<br />

en vano, dijeran:<br />

todo esto tiene causa, y es natural,*<br />

sentíamos que el destino era poco propicio y temíamos los acontecimientos<br />

futuros a ellos encadenados. Que el búho noctívago<br />

silbara poco antes del mediodía, que el murciélago de alas duras<br />

volara en círculos sobre el lecho de la belleza, que el trueno prolongado<br />

rasgara el aire despejado de primavera, que los árboles y<br />

los arbustos se marchitaran y murieran de pronto eran hechos físicos,<br />

aunque desacostumbrados, menos horribles que las creaciones<br />

mentales de un miedo todopoderoso. Algunos creían ver<br />

procesiones fúnebres, rostros bañados en lágrimas que recorrían<br />

las largas avenidas de los jardines, y en plena noche descorrían<br />

las cortinas de quienes dormían. Había quienes oían lamentos y<br />

alaridos que herían el aire; un cántico lúgubre se elevaba por la<br />

atmósfera tenebrosa, como si los espíritus, desde las alturas, entonaran<br />

un réquiem por la raza humana. ¿Qué había de cierto en<br />

todo aquello, más allá del miedo, que nos dotaba de nuevos sentidos<br />

y nos hacía ver, oír y percibir lo que no existía? ¿Qué era<br />

todo aquello sino la acción de una imaginación enferma y una<br />

credulidad infantil? En efecto, tal vez fuera así, pero no podía negarse<br />

la realidad de aquellos temores, de las miradas sobresaltadas<br />

de horror, de los rostros bañados de palidez fantasmal, de las<br />

* Julio César, acto I, escena III, William Shakespeare. (N. del T.)<br />

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