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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 292<br />

Mary Shelley<br />

Pero ahora que era yo su causante, me detuve. Sentía que había<br />

cruzado el Rubicón y consideraba adecuado reflexionar sobre<br />

qué debía hacer, hallándome ya en la otra orilla de la enfermedad<br />

y el peligro. Según la superstición vulgar, mi vestido, mi persona,<br />

el aire que respiraba, ya suponían un peligro mortal para mí y<br />

para los demás. ¿Debía regresar al castillo con mi esposa y mis hijos<br />

si cargaba con aquella mancha? Si me había infectado, sin<br />

duda no debía hacerlo. Pero estaba seguro de no haberme contagiado.<br />

En cualquier caso unas pocas horas bastarían para dilucidarlo,<br />

de modo que las pasaría en el bosque meditando sobre lo<br />

que iba a suceder, sobre cuáles debían ser mis acciones futuras.<br />

Ante la impactante visión de aquel muerto por la epidemia había<br />

olvidado los acontecimientos que tanta emoción me habían causado<br />

en Londres. Perspectivas nuevas, y más dolorosas, se mostraban<br />

gradualmente ante mí, libres de la neblina que hasta entonces<br />

las había velado. Ya no se trataba de saber si compartiría<br />

la labor de Adrian y su peligro, sino de determinar el modo en<br />

que, en Windsor y sus inmediaciones, podía recrear la prudencia<br />

y el celo que, bajo su gobierno, llevaban orden y abundancia a<br />

Londres, así como el mecanismo por el que, ahora que la peste se<br />

había propagado más, podría mantener la salud de mi familia.<br />

Extendí mentalmente el mapa del mundo ante mí. En ningún<br />

punto de su superficie podía plantar un dedo y afirmar: «aquí me<br />

hallaría a salvo». Al sur la enfermedad, virulenta e intratable,<br />

casi había aniquilado la raza humana; las tormentas y las inundaciones,<br />

los vientos emponzoñados, la pérdida de las cosechas,<br />

elevaban grandemente el sufrimiento de las gentes. En el norte la<br />

situación era peor: la exigua población declinaba gradualmente y<br />

el hambre y la peste no daban tregua a los supervivientes, que, indefensos<br />

y débiles, se convertían en presas fáciles.<br />

Me concentré entonces en Inglaterra. La vasta metrópoli, corazón<br />

de la poderosa Inglaterra, se hallaba exhausta. Todo escenario<br />

de la ambición o el placer se había esfumado; en las calles<br />

crecía la hierba, las casas estaban vacías. Los pocos que por necesidad<br />

seguían en ella parecían mostrar ya la marca inevitable de<br />

la enfermedad. En las grandes ciudades manufactureras la misma<br />

tragedia se había producido, a una escala, aunque menor, más de-<br />

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