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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 490<br />

Mary Shelley<br />

mo árboles cuyas raíces el viento arranca, pero que se sostienen<br />

unos a otros apoyándose y aferrándose con fervor creciente mientras<br />

aúllan las tormentas invernales.<br />

Así, descendimos flotando por el cauce cada vez más ancho<br />

del Po, durmiendo cuando cantaban las cigarras, despiertos<br />

cuando asomaban las estrellas. Llegamos a las orillas más estrechas<br />

del Brenta, y al amanecer de 6 de septiembre entramos en la<br />

Laguna. <strong>El</strong> astro brillante se alzó lentamente tras las cúpulas y las<br />

torres y derramó su luz penetrante sobre las aguas brillantes. En<br />

la playa de Fusina se veían góndolas hundidas y otras enteras.<br />

Embarcamos en una de ellas rumbo a la hija viuda del océano<br />

que, abandonada y caída, se alzaba olvidada sobre sus islotes,<br />

oteando las montañas lejanas de Grecia. Remamos despacio por<br />

la Laguna y nos adentramos en el Gran Canal. La marea se retiró<br />

lentamente de los portales destruidos y los salones violados de<br />

Venecia; algas y monstruos marinos quedaron a la vista sobre<br />

el mármol ennegrecido, mientras la sal corroía las inigualables<br />

obras de arte que adornaban las paredes y las gaviotas levantaban<br />

el vuelo desde los alféizares de las ventanas rotas. En medio<br />

de la siniestra ruina de todas aquellas obras del poder humano,<br />

la naturaleza imponía su influencia y, por contraste, lucía con<br />

mayor belleza. Las aguas radiantes apenas temblaban y sus ligeras<br />

ondulaciones eran como espejos de mil caras en los que se reflejaba<br />

el sol. La inmensidad azul, más allá del Lido, se perdía en<br />

la distancia, inalterada por barco alguno, tan tranquila, tan bella,<br />

que parecía invitarnos a abandonar una tierra salpicada de<br />

ruinas y a guarecernos de la tristeza y el miedo en su plácida extensión.<br />

Contemplamos las ruinas de la ciudad desolada desde lo más<br />

alto del campanario de San Marcos, con la iglesia a nuestros pies,<br />

y volvimos nuestros corazones doloridos hacia el mar que, aunque<br />

sea una tumba, no exhibe monumentos ni alberga ruinas. La<br />

tarde llegó deprisa. <strong>El</strong> sol se puso majestuoso y sereno tras los picos<br />

brumosos de los Apeninos y sus tonos dorados y rosáceos tiñeron<br />

los montes de la otra orilla.<br />

–Esa tierra –dijo Adrian–, impregnada de las últimas glorias<br />

del día, es Grecia.<br />

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