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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-1 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>13</strong>:<strong>59</strong> <strong>Página</strong> 166<br />

Mary Shelley<br />

Pues sabía que la conciencia de que había sido él el causante de<br />

su muerte le perseguiría toda la vida, envenenando toda alegría,<br />

nublando toda posibilidad de futuro. Además, aunque la intensidad<br />

de su angustia le hacía odiar la vida, todavía no había causado<br />

en ella esa sensación monótona, letárgica, de tristeza perpetua<br />

que es la que, en gran medida, lleva al suicidio. Su presencia de<br />

ánimo la empujaba a seguir combatiendo contra los infortunios<br />

de la vida, e incluso los relativos al amor no correspondido se<br />

presentaban más como adversario a batir que como victorias a<br />

las que debía someterse. Además contaba con el recuerdo de<br />

muestras de ternura, sonrisas, palabras e incluso lágrimas con las<br />

que consolarse, pues aunque las recordaría con pena y dolor, las<br />

prefería al olvido con que las cubriría la tumba. Era imposible<br />

adivinar qué planeaba. La carta que escribió a Raymond no revelaba<br />

nada al respecto; en ella le aseguraba que no tenía intención<br />

de abandonar este mundo y le prometía perseverar para, tal<br />

vez, algún día presentarse ante él en un estado más digno de ella.<br />

Y concluía, recurriendo a la elocuencia de la desesperación y el<br />

amor inalterable, despidiéndose de él para siempre.<br />

Ahora Adrian e Idris quedaban al corriente de todas aquellas<br />

circunstancias. Raymond lamentaba el inconsciente daño que había<br />

infligido a Perdita. Y declaró que, a pesar de la dureza, de la<br />

frialdad de su esposa, seguía queriéndola. Ya en una ocasión se<br />

había mostrado dispuesto, con la humildad de un penitente, con<br />

el deber de un vasallo, a rendirse a ella, a abandonar el alma misma<br />

a su tutela, a convertirse en su pupilo, su esclavo, su lacayo.<br />

<strong>El</strong>la había rechazado aquellas aproximaciones, y el tiempo de<br />

aquella absoluta sumisión, que debe basarse en el amor y alimentarse<br />

de él, había pasado. A pesar de ello, sus deseos y esfuerzos<br />

los orientaba a que ella alcanzara la paz, y su principal inquietud<br />

nacía de sentir que se empeñaba en vano. Si ella seguía manteniéndose<br />

inflexible en el comportamiento que demostraba, deberían<br />

separarse. La combinaciones y posibilidades de la absurda<br />

relación que mantenían lo estaban llevando a la locura. Con<br />

todo, no pensaba proponer él la separación. Lo atormentaba el<br />

miedo de causar la muerte a cualquiera de las personas implicadas<br />

en aquellos hechos; y no se decidía a dirigir el curso de los<br />

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