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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 338<br />

Mary Shelley<br />

tro lado. Vuestras mejillas ya palidecen, ya soltáis las armas. Dejadlas<br />

en el suelo, compañeros. ¡Hermanos! <strong>El</strong> perdón, el auxilio<br />

y el amor fraterno os aguardan tras el arrepentimiento. Os queremos,<br />

pues lleváis en vosotros la frágil forma de la humanidad.<br />

Todos vosotros hallaréis a un amigo, a un anfitrión, en nuestro<br />

ejército. ¿Debe el <strong>hombre</strong> ser enemigo del <strong>hombre</strong>, mientras la<br />

peste, enemiga de todos nosotros, dominándonos, se impone a<br />

nuestra carnicería, pues es más cruel que ella?<br />

Los dos bandos se habían detenido. En el nuestro, los soldados<br />

sostenían sus armas con firmeza y observaban con semblante<br />

hosco al enemigo, que tampoco se había desprendido de las suyas,<br />

más por temor que por ánimo de lucha. Todos se miraban, deseosos<br />

de que alguien diera ejemplo. Pero carecían de jefe. Adrian se<br />

bajó del caballo y se acercó a uno de los que acababan de morir.<br />

–Era un <strong>hombre</strong> –exclamó–, y ahora está muerto. ¡Oh, rápido!<br />

¡Vendad las heridas de los caídos! ¡No dejéis que muera nadie<br />

más! Que ni una sola alma más escape por vuestros despiadados<br />

cortes y relate ante el trono de Dios la historia de nuestro<br />

fratricidio. Vendad sus heridas, devolvédselos a sus amigos. Despojaos<br />

del corazón de tigre que os abrasa el pecho, soltad esos<br />

instrumentos de crueldad y odio. En esta pausa del destino exterminador,<br />

que todo <strong>hombre</strong> sea hermano, guardián y sostén de los<br />

otros. Desprendeos de estas armas manchadas de sangre y apresuraos<br />

a vendar estas heridas.<br />

Mientras hablaba, se arrodilló en el suelo y tomó en sus brazos<br />

a un <strong>hombre</strong> por cuyo costado hendido escapaba el tibio torrente<br />

de la vida. <strong>El</strong> pobre infeliz ahogó un grito, y el silencio que<br />

se había hecho entre los dos bandos era tal que aquel grito se oyó<br />

perfectamente, y todos los corazones, hasta hacía nada fieramente<br />

entregados a la masacre universal, latían ahora impacientes,<br />

llenos de temor y esperanza, preguntándose cuál sería la suerte de<br />

ese <strong>hombre</strong>. Adrian partió en dos el pañuelo de su uniforme y lo<br />

anudó alrededor del herido. Pero ya era demasiado tarde: el <strong>hombre</strong><br />

suspiró profundamente, echó la cabeza hacia atrás y sus<br />

miembros perdieron su fuerza.<br />

–¡Está muerto! –exclamó Adrian cuando el cadáver, escurriéndosele<br />

entre los brazos, cayó al suelo; inclinó la cabeza hacia<br />

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