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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 399<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

lato con estériles exclamaciones de horror... Vi a Idris, que había<br />

caído de la silla al suelo del coche: la cabeza echada hacia atrás,<br />

el pelo largo, como descolgado, un brazo extendido hacia un<br />

lado. Sacudido por un espasmo de horror, la tomé en mis brazos<br />

y la levanté. No le latía el corazón y de sus labios exangües no<br />

brotaba el menor hálito. Entré con ella en la casa y la tendí en el<br />

lecho. Encendí el fuego para que sus miembros, cada vez más rígidos,<br />

entraran en calor. Durante dos horas traté de devolverle la<br />

vida, que ya la había abandonado. Y cuando mi esperanza estaba<br />

tan muerta como mi amada, cerré con mano temblorosa sus<br />

ojos pétreos. No albergaba dudas sobre lo que debía hacer. En la<br />

confusión que había seguido a mi enfermedad, la misión de enterrar<br />

a nuestro querido Alfred había recaído sobre su abuela, la<br />

reina destronada, y ella, fiel a su afán de mando, lo había trasladado<br />

a Windsor y había ordenado que le dieran sepultura en la<br />

cripta familiar, en la capilla de Saint George. De modo que yo<br />

también debía seguir hasta el castillo para tranquilizar a Clara,<br />

que ya estaría esperándonos, nerviosa... Aunque no podría ahorrarle<br />

el desgarrador espectáculo de la muerte de Idris, que llegaba<br />

sin vida al término del viaje. Así que primero dejaría a mi<br />

amada junto a su hijo, en la cripta, y después acudiría en busca<br />

de los pobres niños, que ya estarían esperándome.<br />

Encendí los faroles del carruaje, la envolví en pieles y la coloqué<br />

tendida en el asiento. Entonces, tomando las riendas, ordené<br />

a los caballos que se pusieran en marcha. Avanzábamos sobre la<br />

nieve, que se acumulaba en montículos dificultando el camino,<br />

mientras los copos que caían con fuerza redoblada sobre mí me<br />

cegaban. <strong>El</strong> dolor ocasionado por los elementos airados, sumado<br />

al frío acero del hielo que me abofeteaba el rostro y penetraba en<br />

mi carne doliente, me parecían un alivio, pues adormecían el sufrimiento<br />

de mi mente. Los caballos resbalaban y las riendas se<br />

me escapaban de las manos. Con frecuencia pensaba en apoyar la<br />

cabeza junto al rostro dulce y frío de mi ángel perdido y entregarme<br />

así al sopor que me conquistaba. Pero no podía dejarla<br />

allí, presa de las aves rapaces. Debía cumplir mi decisión y enterrarla<br />

en el sepulcro de sus antepasados, donde un Dios piadoso<br />

tal vez me permitiera reposar a mí también.<br />

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