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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 260<br />

Mary Shelley<br />

la misma gente que lo ha llevado hasta allí no logra contagiarlo a<br />

una ciudad situada de manera más afortunada. Pero, ¿cómo vamos<br />

nosotros a juzgar sobre el aire, a pronunciarnos sobre si en<br />

tal ciudad la peste será improductiva y en esta otra la naturaleza<br />

proporcionará una buena cosecha? Del mismo modo, un individuo<br />

puede escapar de ella noventa y nueve veces y recibir el golpe<br />

mortal la centésima, pues los cuerpos se hallan en ocasiones en<br />

un estado que rechaza la infección, mientras que en otras parecen<br />

ávidos de empaparse de ella. Todas esas reflexiones llevaban a<br />

nuestros legisladores a mostrarse prudentes respecto de las leyes<br />

que debían aprobar. <strong>El</strong> mal se extendía de tal modo, con tal violencia<br />

y crueldad, que ninguna prevención, ningún cuidado, podía<br />

juzgarse superfluo, pues tal vez precisamente éstos fueran los<br />

que acabaran salvándonos.<br />

Se trataba, en cualquier caso, de un ejercicio de prudencia, ya<br />

que no había necesidad urgente de tomar medidas. Inglaterra seguía<br />

resultando un lugar seguro. Francia, Alemania, Italia y España<br />

se interponían aún –muros sin brecha– entre nosotros y la<br />

plaga. Nuestros barcos eran, ciertamente, juguete de los vientos y<br />

las olas, del mismo modo que Gulliver lo era de los gigantes<br />

brobdinagianos, pero nosotros, en nuestra estable morada, quedábamos<br />

a salvo de las heridas de aquella naturaleza en erupción.<br />

No conocíamos el temor. Y sin embargo, un sentimiento de respeto,<br />

de asombro, la dolorosa sensación de que la humanidad se<br />

iba degradando, anidaba en todos los corazones. La naturaleza,<br />

nuestra madre, nuestra amiga, volvía hacia nosotros su rostro<br />

amenazante. Nos demostraba sencillamente que, aunque nos permitía<br />

asignarle leyes y someter sus poderes aparentes, ella, moviendo<br />

apenas un dedo, podía hacernos temblar. Podía tomar<br />

nuestro planeta salpicado de montañas, rodeado de atmósfera,<br />

morada de nuestro ser, así como todo lo que la mente del <strong>hombre</strong><br />

fuera capaz de inventar o su fuerza de alcanzar; podía tomar aquella<br />

esfera con una sola mano y arrojarla al espacio, donde la vida<br />

se consumiría y los <strong>hombre</strong>s y todos sus esfuerzos resultarían aniquilados.<br />

Todas aquellas especulaciones proliferaban entre nosotros. Y<br />

sin embargo manteníamos nuestras ocupaciones diarias y nues-<br />

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