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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 349<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

tierra toda, y sumida en la desgracia la vida de sus habitantes.<br />

¿Por qué iba a resistirme yo a la catarata de destrucción que nos<br />

arrastraba? ¿Por qué controlar mis nervios y renovar mis fatigados<br />

esfuerzos? ¿Por qué? No, que mi firme valentía y mis esfuerzos<br />

alegres protejan a la amada que escogí en la primavera de mi<br />

vida; que a pesar de que mi corazón se llene de dolor, a pesar de<br />

que mis esperanzas de futuro se hayan helado, mientras tu adorada<br />

cabeza, amor mío, repose en paz sobre mi pecho, y mientras de<br />

él extraigas atenciones, consuelo y esperanzas, mis luchas no cesarán<br />

y no me consideraré del todo derrotado.<br />

En una hermosa mañana de febrero en que el sol había recobrado<br />

parte de su amable poder, salí con mi familia a pasear por<br />

el bosque. Era uno de esos días invernales que demuestran la capacidad<br />

de la naturaleza para derramar su belleza sobre la desnudez.<br />

Los árboles, despojados de hojas, alzaban sus ramas fibrosas<br />

contra el cielo azul. Con sus sinuosos e intrincados trazos<br />

se asemejaban a delicadas algas. Los ciervos hozaban la nieve en<br />

busca de hierbas escondidas. <strong>El</strong> sol reverberaba en ella con gran<br />

intensidad, y la falta de follaje hacía que los troncos de los árboles<br />

destacaran más y aparecieran como el laberinto de columnas<br />

de algún vasto templo. Resultaba imposible no obtener placer<br />

ante la visión de aquellas cosas. Nuestros hijos, libres de las ataduras<br />

del invierno, caminaban delante de nosotros persiguiendo<br />

algún ciervo o tratando de sacar a los faisanes y las perdices de<br />

sus escondrijos. Idris se apoyaba en mi brazo. Su tristeza cedía<br />

ante las sensaciones placenteras que experimentaba. Nos encontramos<br />

con otras familias en el Gran Paseo, familias que, como la<br />

nuestra, disfrutaban del regreso de la estación amable. Yo me<br />

sentía despertar por momentos y me sacudía la apatía de los meses<br />

pasados. La tierra presentaba un nuevo aspecto y mi visión<br />

del futuro se aclaró de pronto.<br />

–¡He descubierto el secreto! –exclamé.<br />

–¿Qué secreto?<br />

En respuesta a esa pregunta, describí nuestra tenebrosa vida<br />

invernal, nuestras tristes cuitas, nuestras labores domésticas.<br />

–Este lugar septentrional no es propicio para nuestra menguada<br />

raza. Cuando los <strong>hombre</strong>s eran pocos, no era aquí donde lu-<br />

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