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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 425<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

mento matutino. La avanzadilla regresó a mediodía con sólo seis<br />

caballos, a lomos de los cuales Adrian, yo y otros cuatro miembros<br />

de nuestra expedición proseguimos viaje hacia la gran ciudad,<br />

que sus habitantes habían declarado capital del mundo civilizado.<br />

Nuestras monturas, a causa de su prolongada libertad, se<br />

habían asilvestrado casi por completo, y atravesamos la llanura<br />

de Calais a gran velocidad. Desde un alto cercano a Boulogne me<br />

volví una vez más para contemplar Inglaterra. La naturaleza la<br />

había cubierto con un manto de neblina, los acantilados quedaban<br />

ocultos y entre ella y nosotros se extendía aquella barrera<br />

marina que ya nunca cruzaríamos. Yacía sobre la planicie del<br />

océano<br />

en medio del gran lago, de cisnes nido.*<br />

Destruido el nido, ¡ay!, los cisnes de Albión habían muerto<br />

para siempre. Una roca deshabitada en el ancho Pacífico que hubiera<br />

permanecido desierta desde la creación, sin nombre, sin lugar<br />

en el mapa, contaría tanto en la historia futura como la desolada<br />

Inglaterra.<br />

Nuestro viaje se vio interrumpido por mil obstáculos. Cuando<br />

nuestros caballos se cansaron, tuvimos que buscar otros. Perdimos<br />

horas y fuerzas tratando de convencer a aquellos esclavos libertos<br />

del <strong>hombre</strong> para que regresaran de nuevo al yugo o yendo<br />

de pueblo en pueblo, buscando en los establos alguno que no hubiera<br />

olvidado dónde hallar refugio. Pero fracasábamos una y<br />

otra vez en nuestro intento, y ello nos obligaba a ir dejando atrás<br />

a alguno de nuestros compañeros. De ese modo, el primer día de<br />

febrero Adrian y yo, sin más compañía, entramos en París. Despuntaba<br />

el alba de un día sereno cuando llegamos a Saint Denis,<br />

y el sol estaba ya alto cuando oímos el primer clamor de voces y<br />

el chasquear de lo que temíamos que fueran armas, que nos guiaron<br />

hasta la Place Vendôme, donde nuestros compatriotas se hallaban<br />

congregados. Pasamos entre un corrillo de franceses que<br />

hablaban abiertamente sobre la locura de sus invasores insulares,<br />

* Cimbelino, acto III, escena IV, de William Shakespeare. (N. del T.)<br />

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