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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 516<br />

Mary Shelley<br />

alrededor del mismo punto, cayó de pronto a diez mil brazas de<br />

profundidad, en el abismo del presente, en el conocimiento de sí<br />

misma, en una tristeza diez veces mayor. Abandoné mis ensoñaciones<br />

y desperté. Y yo, que hacía un instante casi había oído los<br />

gritos de las multitudes romanas y había sido zarandeado por incontables<br />

multitudes, ahora contemplaba las ruinas desiertas de<br />

Roma durmiendo bajo su cielo azul. Las sombras se alargaban,<br />

tranquilas, en el suelo; las ovejas pacían sobre el Palatino, y un<br />

búfalo avanzaba por la Vía Sacra, camino del Capitolio. Estaba<br />

solo en el Foro, solo en Roma, solo en el Mundo. ¿Ni un solo<br />

<strong>hombre</strong> vivo –compañero de mi fatigosa soledad– era digno de<br />

toda la gloria y el poder de aquella ciudad venerable? Un pesar<br />

doble, una tristeza engendrada en cavernas cimerias, revestía mi<br />

alma de ropas fúnebres. Las generaciones que había invocado<br />

en mi imaginación contrastaban más intensamente con el final<br />

de todo, con la punta afilada en la que, como en una pirámide,<br />

el poderoso tejido de la sociedad había concluido mientras yo,<br />

sobre su vertiginosa altura, contemplaba el espacio vacío a mi<br />

alrededor.<br />

De esos lamentos vagos pasé a la contemplación de los pormenores<br />

de mi situación. Por el momento no había logrado alcanzar<br />

el objeto de mis deseos, que era encontrar a alguien que<br />

me acompañara en mi desolación. Aun así, no desesperaba. Era<br />

cierto que mi búsqueda se había limitado en gran parte a ciudades<br />

pequeñas y aldeas. Pero era posible que la persona que, como<br />

yo, pudiera encontrarse sola sobre una tierra despoblada, se hubiera<br />

dirigido a Roma. Cuanto más frágiles eran mis esperanzas,<br />

más me empeñaba en aferrarme a ellas y en orientar mis actos hacia<br />

la verificación de tales posibilidades, por remotas que fueran.<br />

Así, debería instalarme en Roma cierto tiempo y mirar cara a<br />

cara mi desastre, sin entregarme al juego infantil de la obediencia<br />

sin sumisión, soportando la vida pero rebelándome contra las leyes<br />

por las que vivía.<br />

Y sin embargo, ¿cómo iba a resignarme? Sin amor, sin comprensión,<br />

sin comunión con nadie, ¿cómo iba a recibir al sol de la<br />

mañana, y con él reseguir el tantas veces repetido viaje hasta las<br />

sombras del ocaso? ¿Por qué seguía viviendo, por qué no me li-<br />

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