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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 323<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

el <strong>último</strong>, indicó el instante de la muerte. Amanecía, y la anciana<br />

contempló junto a ella el cadáver, marcado por la enfermedad fatal.<br />

La muerte abrió la mano que se había aferrado a su muñeca.<br />

En ese preciso instante se sintió atacada por la peste. Su cuerpo<br />

envejecido no era capaz de alejarse de allí con la suficiente rapidez.<br />

Ahora, creyéndose infectada, ya no temía relacionarse con<br />

los demás, de modo que en cuanto pudo fue a visitar a su nieta al<br />

castillo de Windsor, para lamentarse y morir en él. La visión era<br />

horrible: seguía aferrándose a la vida y lloraba su mala suerte con<br />

gritos y alaridos terroríficos. Mientras, el rápido avance de la pestilencia<br />

demostraba lo que era un hecho: que no sobreviviría muchas<br />

horas más.<br />

Clara entró en la sala en el momento en que yo ordenaba que<br />

se le proporcionaran los cuidados necesarios. Estaba temblorosa<br />

y muy pálida. Cuando, inquieto, le pregunté por la causa de tal<br />

agitación, ella se arrojó en mis brazos y exclamó:<br />

–Tío, querido tío, no me odies eternamente. Debo decírtelo<br />

porque debes saberlo, que Evelyn, el pequeño Evelyn... –La voz<br />

se le quebró en un sollozo.<br />

<strong>El</strong> temor ante una calamidad tan poderosa como era la pérdida<br />

de nuestro adorado hijito hizo que se me helara la sangre. Pero<br />

el recuerdo de su madre me devolvió la presencia de ánimo. Me<br />

acerqué al pequeño lecho de mi amado hijo, aquejado de fiebre.<br />

Mantenía la esperanza. Con temor pero con entrega, confiaba en<br />

que no hubiera síntomas de la peste. No había cumplido los tres<br />

años y su enfermedad parecía uno de esos accesos característicos<br />

de la infancia. Lo observé largo rato, con detalle: sus párpados<br />

entrecerrados, sus mejillas ardientes, el movimiento incesante de<br />

sus deditos. La fiebre era muy alta, el sopor absoluto, y en cualquier<br />

caso, incluso de no haber existido el temor a la peste, su estado<br />

habría sido suficiente por sí solo para causar alarma. Idris<br />

no debía verlo en ese estado. Clara, a pesar de tener apenas doce<br />

años, y a causa de su extrema sensatez, se había convertido en<br />

una persona tan prudente y cuidadosa que me sentía seguro dejando<br />

a mi hijo a su cargo. Mi tarea consistiría en impedir que<br />

Idris notara su ausencia. Tras administrar a mi hijo los remedios<br />

necesarios, dejé que mi adorada sobrina se ocupara de él, con la<br />

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