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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-1 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>13</strong>:<strong>59</strong> <strong>Página</strong> 195<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

do brotar las palabras de la infancia, lo habría apretado contra<br />

mi pecho, me habría llevado su mano a los labios, habría llorado,<br />

sí, abrazándome a él; mi corazón, desbordado, me oprimía la<br />

garganta. No podía controlar el torrente de mis lágrimas que, rebelándose<br />

contra mí, se agolpaban en mis ojos, de modo que me<br />

volví y las vertí sobre el mar. Cada vez brotaban con más fuerza,<br />

y sin embargo mi vergüenza menguó cuando constaté que aquellos<br />

curtidos marineros también se habían emocionado y que los<br />

ojos de Raymond eran los únicos que permanecían secos. Yacía<br />

en esa calma bendita que siempre procura la convalecencia, y disfrutaba<br />

de la serena tranquilidad que le daban la libertad recobrada<br />

y el encuentro con la mujer a la que adoraba. Perdita, al<br />

fin, controló su arrebato de pasión y se puso en pie. Buscó con la<br />

mirada a Clara que, asustada, sin reconocer a su padre, ignorada<br />

por nosotros, se había acurrucado en el otro extremo del bote.<br />

Acudió a la llamada de su madre, que se la presentó a Raymond.<br />

Sus primeras palabras fueron:<br />

–Amado, abraza a nuestra hija.<br />

–Ven aquí, querida mía –dijo su padre–. ¿No me conoces?<br />

La pequeña reconoció su voz, y se arrojó en sus brazos algo<br />

pudorosa, pero con incontrolable emoción.<br />

Percibiendo la debilidad de Raymond, yo temía que la multitud<br />

que le aguardaba en tierra pudiera desbordarse. Pero su cambio<br />

de aspecto dejó sin habla a todo el mundo. A nuestra llegada<br />

la música cesó y los vítores se interrumpieron al punto. Los soldados<br />

habían liberado un espacio en el que dispusieron un carruaje.<br />

Condujeron hasta él a Raymond. Perdita y Clara se montaron<br />

con él y sus escoltas lo rodearon. Un murmullo sordo,<br />

como el de las olas cercanas, recorrió la muchedumbre, que se<br />

echaba hacia atrás para abrirle paso, temerosa de lastimar con<br />

sus vítores a aquél a quien había acudido a dar la bienvenida, y<br />

se limitaba a inclinar la cabeza al paso del carruaje, que avanzaba<br />

despacio por el camino del Pireo, dejando atrás templos antiguos<br />

y tumbas heroicas bajo el empinado peñasco de la ciudadela.<br />

<strong>El</strong> rumor de las olas quedó atrás, pero el de la multitud seguía<br />

a intervalos, amortiguado, sordo. Y aunque en la ciudad las casas,<br />

las iglesias y los edificios públicos estaban decorados con<br />

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