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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 321<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

Juliet se entregó con ímpetu al hechizo. Se casaron, y en sus rostros<br />

radiantes vi encarnarse por última vez el espíritu del amor,<br />

de la entrega absoluta, que en otro tiempo había sido la vida del<br />

mundo.<br />

Les envidiaba, sí, pero sabía que me resultaba imposible impregnarme<br />

del mismo sentimiento, ahora que los años habían<br />

multiplicado mis lazos con el mundo. Sobre todo, la madre angustiada<br />

que era mi amada y exhausta Idris reclamaba mis abnegadas<br />

atenciones. No podía reprocharle el temor que jamás<br />

abandonaba su corazón y me esforzaba por apartarla de una observación<br />

demasiado detallada de la verdad de las cosas, de la<br />

cercanía de la enfermedad, la desgracia y la muerte, de la expresión<br />

desgarrada de nuestros sirvientes, con la que revelaban que<br />

una muerte, y otra más, nos habían alcanzado. Con respecto a<br />

esto <strong>último</strong> empezó a suceder algo nuevo que trascendía en horror<br />

a todo lo que había sucedido antes. Seres desgraciados acudían<br />

arrastrándose para morir bajo nuestro techo acogedor. Los<br />

habitantes del castillo menguaban día tras día, mientras que los<br />

supervivientes se acurrucaban juntos y temerosos; y como en un<br />

barco donde reinara el hambre y flotara a la deriva a merced de<br />

las olas indómitas e interminables, todos escrutaban los rostros<br />

de todos, tratando de adivinar quién sería el siguiente en sucumbir<br />

a la muerte. Todo ello intentaba ocultárselo yo a Idris, para<br />

que no le causara tan honda impresión. Y sin embargo, como ya<br />

he dicho, mi valor sobrevivía incluso a mi desesperación: tal vez<br />

fuera derrotado, pero no me rendiría.<br />

Un día –era 9 de septiembre– pareció llegar para entregarse<br />

a todo desastre, a todo hecho doloroso. A primera hora supe de<br />

la llegada al castillo de la abuela, muy anciana, de una de nuestras<br />

criadas. Aquella vieja había alcanzado los cien años. Tenía<br />

la piel muy arrugada, caminaba encorvada y se hallaba sumida<br />

en una decrepitud extrema, pero pasaban los años y ella seguía<br />

existiendo, sobreviviendo a muchos que eran más jóvenes y<br />

más fuertes que ella, hasta el punto de empezar a sentir que iba a<br />

vivir eternamente. Llegó la peste y los habitantes de su aldea murieron.<br />

Aferrándose, con la cobardía y mezquindad propias de algunos<br />

ancianos, a los restos de su vida gastada, cerró a cal y can-<br />

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