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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-1 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>13</strong>:<strong>59</strong> <strong>Página</strong> <strong>11</strong><br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

nos llevara más allá, pero que era posible trepar por un costado de<br />

la caverna hasta un arco bajo en lo alto, que auguraba un sendero<br />

más cómodo. Al llegar a él descubrimos el origen de la luz. No sin<br />

dificultad seguimos ascendiendo, y llegamos a otro pasadizo más<br />

iluminado que conducía a otra pendiente similar a la anterior.<br />

Tras varios tramos como los descritos, que sólo nuestra determinación<br />

nos permitió remontar, llegamos a una caverna de techo<br />

abovedado. En su centro, una apertura dejaba pasar la luz<br />

del cielo, aunque se hallaba medio cubierta por zarzas y matorrales<br />

que actuaban como un velo; oscurecían el día y conferían<br />

al lugar un aire solemne, religioso. Se trataba de una cavidad amplia,<br />

casi circular, con un asiento elevado de piedra en un extremo,<br />

del tamaño de un triclinio. La única señal de que la vida había<br />

pasado por allí era el esqueleto perfecto, níveo, de una cabra,<br />

que seguramente no se habría percatado del hueco mientras pacía<br />

en la colina y habría caído allí dentro. Tal vez hubieran transcurrido<br />

siglos desde aquel percance, y los daños que hubiera causado<br />

al precipitarse los habría borrado la vegetación, crecida<br />

durante cientos de veranos.<br />

<strong>El</strong> resto del mobiliario de la caverna lo formaban montañas de<br />

hojas, fragmentos de troncos, además de una sustancia blanca que<br />

formaba una película como la que aparece en el interior de las hojas<br />

del maíz cuando está verde. Las fatigas que habíamos pasado<br />

para llegar hasta allí nos habían agotado, y nos sentamos en el trono<br />

de piedra. Llegaban hasta nuestros oídos, desde arriba, los sonidos<br />

de los cencerros de unas ovejas y los gritos de un niño pastor.<br />

Al cabo de un rato mi acompañante, que había recogido del<br />

suelo algunas hojas, exclamó:<br />

–¡La cueva de la Sibila es ésta! ¡Esto son hojas sibilinas!<br />

Al examinarlas, descubrimos que todas las hojas, las ramas y<br />

los demás elementos estaban cubiertos de caracteres escritos. Lo<br />

que más nos asombró fue que aquellas palabras estuvieran expresadas<br />

en distintas lenguas, algunas de ellas desconocidas para<br />

mi acompañante; caldeo antiguo, jeroglíficos egipcios viejos como<br />

las pirámides. Y más extraño aún era que otras aparecieran en<br />

lenguas modernas, en inglés, en italiano. La escasa luz no nos<br />

permitía distinguir gran cosa, pero parecían contener profecías,<br />

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