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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 279<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

demostró ser, ciertamente, nuestra generación al imaginar todas<br />

aquellas cosas!<br />

Ahora, sin embargo, ya hemos despertado. La peste ha llegado<br />

a Londres. <strong>El</strong> aire de Inglaterra está contaminado y sus hijos<br />

cubren la tierra insalubre. Ahora se diría que las aguas del mar,<br />

hasta hace poco nuestra defensa, son los barrotes de nuestra prisión.<br />

Acorralados por sus golfos, moriremos como los habitantes<br />

desnutridos de una ciudad sitiada. Otras naciones hallan camaradería<br />

en la muerte, mas nosotros, privados de toda vecindad,<br />

hemos de enterrar a nuestros propios muertos, y la pequeña Inglaterra<br />

se convierte en un vasto sepulcro.<br />

En mí, ese sentimiento de tristeza universal adoptaba forma<br />

concreta cuando pensaba en mi esposa y mis hijos. La idea de que<br />

pudieran verse en peligro me llenaba de espanto. ¿Cómo podría<br />

salvarlos? Pergeñaba mil y un planes. <strong>El</strong>los no morirían. Antes de<br />

que la infección se acercara a los ídolos de mi alma, yo quedaría<br />

reducido a la nada. Caminaría descalzo por el mundo para hallar<br />

un lugar libre de pestilencia; construiría una casa sobre tablones<br />

zarandeados por las olas, a la deriva en el océano desnudo y sin<br />

confines; me instalaría con ellos en la guarida de alguna bestia<br />

salvaje, donde unas crías de tigre –a las que sacrificaría– se hubieran<br />

criado sanas y salvas; buscaría un nido de águila en la<br />

montaña y viviríamos años suspendidos en el repecho inaccesible<br />

de algún acantilado marino. Ningún esfuerzo era demasiado<br />

grande, ningún plan demasiado descabellado, si me traían la promesa<br />

de conservarles la vida. ¡Oh, hilos de mis entretelas! ¿Podíais<br />

romperos en pedazos sin que mi alma se agotara en lágrimas<br />

de sangre y pesar?<br />

Pasado el primer impacto, Idris recobró cierta fortaleza. Se cerró<br />

deliberadamente a toda idea de futuro y sumergió el corazón<br />

en sus presentes bendiciones. No perdía de vista a sus hijos en<br />

ningún momento, y siempre y cuando los viera, saludables, a su<br />

alrededor, se mantenía conforme y esperanzada. A mí, en cambio,<br />

me invadía un intenso desasosiego, que me resultaba más intolerable<br />

por tener que ocultarlo. Mis temores respecto de Adrian<br />

no cesaban. Ya era agosto, y los síntomas de la peste se propagaban<br />

con celeridad por Londres. Todos los que tenían capacidad<br />

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