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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 404<br />

Mary Shelley<br />

ban enormemente con la cabellera rubia, la mirada azul, las líneas<br />

delicadas del semblante de su hija. Y sin embargo, en los <strong>último</strong>s<br />

tiempos la enfermedad había privado a mi niña del perfil<br />

delineado de su tez, reduciéndola al hueso que asomaba por debajo.<br />

Y en la forma de su cara, en su barbilla ovalada, sí había un<br />

parecido con su madre. No, en cierto sentido sus gestos no eran<br />

tan distintos, lo que no podía resultar tan asombroso, pues habían<br />

vivido juntas muchos años.<br />

Existe un poder mágico en las semejanzas. Cuando alguien a<br />

quien amamos muere, deseamos volver a encontrarlo en otro estado<br />

y albergamos a medias la esperanza de que la imaginación<br />

consiga recrearlo con el mismo aspecto de su vestimenta mortal.<br />

Pero ésas son sólo ideas de la mente. Sabemos que el instrumento<br />

se ha roto, que la imagen sensible se encuentra tristemente<br />

fragmentada, disuelta en la nada polvorienta; una mirada, un<br />

gesto o una forma de los miembros similares a la del muerto,<br />

contemplados en una persona viva, pulsan una nota emocionante,<br />

cuya armonía sagrada suena en los refugios más recónditos y<br />

queridos del corazón. Así yo, curiosamente conmovido, postrado<br />

ante aquella imagen espectral, esclavizado por la fuerza de una<br />

sangre que se manifestaba en un parecido de gestos y movimientos,<br />

permanecía, tembloroso, en presencia de la arisca, orgullosa<br />

y hasta entonces nada querida madre de Idris.<br />

¡Pobre mujer! ¡Qué equivocada estaba! Pensaba que recibiría<br />

con una sonrisa su ternura exhibida hacía un instante, y con una<br />

sola palabra, con aquel gesto de reconciliación, pretendía pagar<br />

por todos sus años de severidad. Como la edad ya no le permitía<br />

seguir ejerciendo su poder, había aterrizado de pronto en la espinosa<br />

realidad de las cosas y sentía que ni las sonrisas ni las caricias<br />

eran capaces de alcanzar a quien yacía inconsciente en la cripta ni<br />

de ejercer la menor influencia sobre su felicidad. Esta convicción,<br />

acompañada del recuerdo de respuestas amables a comentarios venenosos,<br />

de gestos bondadosos a cambio de miradas coléricas; de<br />

la percepción de la falsedad, insignificancia y futilidad de sus sueños<br />

más deseados de cuna y poder; del conocimiento ineludible de<br />

que el amor y la vida eran los verdaderos emperadores de nuestra<br />

condición mortal, todo, como una marea, cobraba fuerza y llena-<br />

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