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018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 1 - Cermi

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<strong>018</strong>-<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong>-2 <strong>28</strong>/<strong>11</strong>/<strong>07</strong> <strong>11</strong>:58 <strong>Página</strong> 481<br />

<strong>El</strong> <strong>último</strong> <strong>hombre</strong><br />

Clara participaba en nuestro juego con entusiasmo infantil. Su<br />

principal ocupación era el cuidado de Evelyn, pero le encantaba<br />

vestirse con ropas magníficas, adornarse con piedras preciosas,<br />

fingir un rango principesco. Su religiosidad, profunda y pura, no<br />

le prohibía combatir de ese modo los agudos zarpazos del dolor.<br />

Y su vivacidad juvenil la llevaba a entregarse en cuerpo y alma a<br />

aquellas raras mascaradas.<br />

Habíamos decidido pasar el invierno en Milán, pues, por ser<br />

una ciudad grande y lujosa, podría proporcionarnos variedad de<br />

alojamiento. Habíamos descendido desde los Alpes y habíamos<br />

dejado atrás sus inmensos bosques e imponentes peñascos. Entramos<br />

en la sonriente Italia. Pastos y maizales se intercalaban<br />

en las llanuras y las viñas sin podar enroscaban sus indómitas<br />

ramas alrededor de los olmos. Las uvas, maduras en exceso, habían<br />

caído al suelo o colgaban, púrpuras o de un verde ajado,<br />

entre hojas de parra rojizas y amarillas. Los envoltorios vacíos<br />

de las mazorcas se mecían al viento. <strong>El</strong> follaje caído de los árboles,<br />

los arroyos cubiertos de malas hierbas, los olivos oscuros,<br />

ahora salpicados de sus frutos maduros; los castaños, de los que<br />

la ardilla era cosechadora. Toda abundancia y, ¡ay!, toda pobreza,<br />

pintaba con tonos asombrosos y fantásticos aquella tierra de<br />

hermosura. En las ciudades, en las ciudades mudas, visitábamos<br />

las iglesias, decoradas con pinturas, obras maestras del arte, o<br />

las galerías de estatuas, mientras en aquel clima benigno los animales,<br />

con su libertad recobrada, se paseaban por los lujosos palacios<br />

y apenas temían nuestra presencia ya olvidada. Los bueyes<br />

grises fijaban en nosotros sus ojos y seguían, despacio, su camino.<br />

Un asustado rebaño de ovejas salía a trompicones de alguna<br />

estancia antes dedicada al reposo de la belleza y se escurría, pasando<br />

a nuestro lado, por la escalera de mármol, camino de la<br />

calle, y de nuevo, al hallar una puerta abierta, tomaba posesión<br />

absoluta de algún templo sagrado o de la cámara del consejo de<br />

algún monarca. Aquellos hechos habían dejado hacía tiempo de<br />

causarnos asombro, lo mismo que otros cambios peores, como<br />

la constatación de que un palacio se hubiera convertido en mera<br />

tumba, impregnada de olores fétidos e infestada de cadáveres. Y<br />

percibíamos que la peste y el miedo habían representado panto-<br />

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